Juan Perro estrenó anoche en Madrid su sexteto. Esta fórmula vendría a ser algo parecido a un requeterrepóker de ases. El equilibrio es el eje sobre el que giran tres parejas mientras Santiago Auserón da vueltas a la manivela: a los vientos David Pastor (fliscorno) y Gabriel Amargant (saxo tenor y clarinete); la sección rítmica a cargo de Moisés Porro (batería) e Isaac Coll (bajo), y a las guitarras eléctricas un contenido y exquisito Joan Vinyals (Demonio del Barrio de Gracia) y el propio Juan Perro, uno zurdo y otro diestro, para que la simetría sea extremadamente ajustada.
El público ocupa dos tercios del Circo Price, pero está hasta arriba en materia de respeto reverencial por lo que acontece durante la sesión, que comienza con un impecable Río Negro, el estandarte del que se confirma como el mejor disco de este artista que pisa con igual garbo el siglo XX que el presente. Muerde la letra Auserón con esa mandíbula baja que pone cuando desea mostrar el colmillo afilado de todo chaval criado en el barrio de cualquier ciudad. Se congratula de sumergirse en los “sagrados madriles” y lanza una confesión de sus tiempos cubanos, cuando el legendario percusionista Tata Güines se sumó a la grabación de Raíces al Viento. Llega entonces el segundo tema, Señora del Mar, como explicación contundente de cuánto aprendió el músico español de esos sones caribeños. La textura que alcanzan los seis es perfecta para subrayar la frase clave: “Soy fiel al hecho de amar”.
Al igual que han existido más conexiones de vuelos entre Sicilia y Manhattan que entre Nueva York y muchas capitales europeas, la siguiente canción besa barrios de Nápoles y de La Habana: El Forastero, una joya hallada mientras el compositor seguía las huellas de Garcilaso. Juan Perro, lo confiesa, es ese mismo niño que le miraba en ese arrabal cuya existencia ignoran Armani y demás fabricantes de vacío. Saltan ahí, en ese preciso momento, las primeras diabluras de Vinyals y unos destellos de clarinete que dan réplica a ese mencionado juego de equilibrios dinámicos que preside la noche.
Tiempo ahora para lo nuevo. Pide comprensión a los que viven excesivamente anclados en sus afectos y anuncia la presencia de platos inéditos que sacará por primera vez del horno. Un artista debe ir en busca de esa quimérica composición que le lleve más lejos y él debe atender a esa necesidad que nunca es traición. El camino de perfección no termina nunca. Ámbar se llama el estreno, en busca de “un registro íntimo que sea muy vuestro”. Esa resina que protege de la muerte mientras mata es toda una metáfora de la vida y ahora se torna canción. Pastor lanza unos fraseos de fliscorno que quitan el aliento. Echa más leña al fuego el saxo tenor de Amargant y parece que los vientos van a imponerse finalmente, pero cuando llega Pies en el Barro las cuerdas marcan territorio de nuevo. El statu quo inicial se reestablece y este clásico ya, siendo tan joven, queda pulido y con destellos deslumbrantes que contrastan con ese lodo de perdición donde juguetea su letra.
La realidad, la verdad de este país y de su momento, entran en tromba cuando la desgarradora emigración de los más jóvenes ocupa el centro de las tablas. Esa sangría de talento que sufre nuestro país se convierte tras pasar por el tamiz de Auserón en El Desterrado. Duele la emigración, que no la exploración, y el músico lanza su grito para que se oiga en otros rincones del mundo. Ojalá, apunta, vuelvan con nuevas ideas.
En Luz de Mis Huesos, el sexteto abraza la causa de “hazme perder la razón”, toda una declaración de principios para no desviarse de “la senda de tu amor”.
Con En la Frontera y El Cigarrito, y su lógico subidón, se eleva el clima emocional hasta la altura de los trapecistas que tantas veces se han jugado el destino con sus piruetas en este espacio de ensoñación. Es el preludio de No más Lágrimas, otro clímax que hace sentir a la audiencia que el Price es el mejor sitio del mundo en este momento. Esa certeza de que no hay otro lugar tan vivo como la música de aquí y ahora, de ahora y de mañana, se queda tatuado en el corazón de la concurrencia.
Pero, como dicen en Pulp Fiction, “no empecemos a chuparnos las pollas todavía”. Nada es otra pieza con la placenta a la vista. Narra su inventor con deliciosa precisión y vaguedad cómo se tropieza con un libro de Dostoievski casualmente y entra en confrontación frente a los nihilistas rusos. Este hombre puede hablar de esto sin que pueda vislumbrarse una brizna de pedantería. Es el conocimiento a flor de piel, sabiduría rock, calle y libros. Califica a Nada de “canción dadaísta”, pero una primera escucha hace pensar también en la física cuántica explicada con juegos de palabras. Casi nada, eso es nada. La banda funciona como un reloj a estas alturas. Después de varias semanas atrapado en el nuevo It´s Too Late To Stop Now, el nivel de exigencia es muy elevado y estos seis hombres saltan de sobra el listón. Vientos, cuerdas, ritmo y voz mueven el mundo si saben imbricarse así.
Sigue “otra canción en el bastidor”, A Morir Amores. Pide Auserón la participación del público. Quiere saber cómo cala la nueva melodía y, la verdad, se cuela bien hondo bajo la piel. Es una delicia con carga de profundidad y será muy cantada en muchas salas de conciertos.
De río en río se llega hasta Arenas del Duero, de magnífica puesta de largo, y luego se larga un amplio cuento sobre la película Vidas Rebeldes, donde cuenta con gracia y estilo peripecias del rodaje. Marilyn Monroe, Monty Clift, Arthur Miller y Houston entran o salen por su conmovedor relato, el de un ex-afterpunk que mira con nuevos ojos las huellas del celuloide.
Es el turno de Fonda de Dolores, con un demoledor solo de David Pastor que rompe el calor de la noche. Un hombre en silla de ruedas situado en primera fila se mueve con una alegría contagiosa y da sobrada cuenta con su movimiento de cómo ha salido la interpretación, y llega a Los Inadaptados, probablemente la palabra de la noche, tiempo después de haber sido solicitada desde las butacas. Nuevamente se sienten los contrapesos entre los músicos, la busca de los balances adecuados y se disfruta de esta carrera de relevos armónicamente planificada.
Perla Oscura vuelve a mojar los pies con las aguas afrolatinas y se recala en otro experimento exitoso: Agua de Limón, que nace tras una juerga con Raimundo Amador por Sevilla. Pegadiza, entrañable, fresca y divertida, con el público agradecido y entregado. Otra muesca en el revólver de un compositor capaz de hallar melodías eternamente jóvenes.
Ahí se remanga el brazo derecho sin sacarse el impecable sombrero (¿Stetson?) y ataca la Charla del Pescado. Suenan entonces las mejores guitarras de la velada, con un Vinyals que juega con todos los punteos aprendidos en los más oscuros discos de rock. Tiempo de rock and roll, de rap, de son, de música pura y dura.
Se hace de rogar después con los bises y suelta en tromba, ya todos relajados al pisar territorios tan conocidos como amados, Semilla Negra y A un Perro Flaco. Concluye así, con una perfecta combinación de lo nuevo y lo viejo, esta sesión donde sabiamente intercala en los tiempos exactos los clásicos (aunque sean de 2011) y los nuevos secretos que harán “brotar la risa”. Al filo de los 62 años, un espectáculo emocionante, donde se disfruta del equilibrio de corazón y neuronas, con la proporción y ecuanimidad de un artista capaz de moverse con talento incomparable entre la ida y la vuelta, entre el saber y la gloria. Casi nada, casi todo.
Texto por Miguel López.
Fotos por Ana Hortelano