Rogelio Fenoll, que ama a Dylan tanto como yo, me da la noticia mientras voy conduciendo y deja de llover al mismo tiempo: el Nobel en el que, después del de la Paz, menos creemos, ha distinguido a nuestro hombre. Entro en casa y pongo en el plato “Changing of the guards”, esa canción que me ha acompañado hasta el sol de medianoche, una canción de la que su autor dijo que estaba flotando en la niebla miles de años esperando a que él la cogiera. Eso de por sí ya vale un Nobel de literatura: porque Dylan hace poesía con sus canciones y hace poesía con el modo de relacionarse con ellas, y esto es mucho más difícil, está al alcance de muy pocos.
Hagamos un paréntesis, por si a alguien le extraña la concesión del premio: Dylan no es un escritor de libros. Si no se me van las cuentas solo ha escrito dos: el impenetrable “Tarántula” en 1971, un aluvión de imágenes atropelladas sobre el que podemos discutir y discrepar lo que queramos pero que casi nadie ha leído hasta el final, y en 2004 el muy recomendable “Crónicas (vol.1)”, una autobiografía a su manera (Dylan todo lo hace a su manera, y su manera nunca es la misma manera, por eso nos gusta, nos sorprende, nos abruma, lo adoramos y le perdonamos casi todo, porque el que no arriesga no gana).
Cierro el paréntesis. Dylan es una de las cumbres de la literatura de los últimos cien años porque en sus canciones cuenta las historias como nadie las cuenta, porque es capaz de agitarnos y de hacernos llorar, de enternecernos, de reflexionar sobre nosotros mismos con un solo verso imprevisto en el corazón de una estrofa, a veces con una sola palabra. Ha acabado “Changing of the guards” y todavía resuenan por un momento en mi cabeza lugares que solo viven en el ámbito de la poesía pura y que por eso mismo se han enganchado en un jirón de mi alma: la carretera sin fin y el lamento de las campanas, las voces de los ángeles susurrando a las almas de los tiempos que han quedado atrás, las habitaciones vacías que preservan la memoria de esa mujer que no sé quién es –nunca importa quién es esa mujer y si realmente es alguna en particular o es todas las mujeres-.
A veces, como en este caso, no hace falta entender las canciones porque la poesía te arrebata, y otras veces su comprensión te hace ver el mundo de otra manera: ahí está “Every grain of sand”, una delicia y un canto a la vida, en la que es imposible no reconocer una emoción común, ajena a las ideologías y a los credos, en versos como los que hablan de la furia de las noches de verano, de las heladas noches de invierno, de la amarga danza de la soledad, del espejo roto de la inocencia en cada rostro olvidado, y de ese sonido de antiguos pasos que se asemeja al movimiento del mar, ese rumor que hace que cuando nos damos la vuelta a veces haya alguien allí y a veces sólo nosotros mismos haciendo equilibrios en la realidad, como una golondrina que se deja caer, como cada grano de arena.
Es interesante que precisamente estas dos canciones –solo dos entre las centenares de las que podríamos hablar- están incluidas respectivamente en dos álbumes-“Street Legal” y “Shot of love”– no demasiado elogiados dentro de su discografía. Quiero decir con esto que incluso en sus obras consideradas menores Dylan vuela alto. Si nos vamos a discos legendarios, reconocidos por todos, como “Blonde on Blonde”, encontramos joyas como “Sad-eyed Lady of the Lowlands”, una extraña canción romántica llena de misterio, hipnótica, y en “Highway 61 revisited” está la monumental “Like a Rolling Stone”, que inauguró un modo de narración en la que la realidad de las calles se expresa con crudeza y al mismo tiempo con un colorido que hace que la desolación y el abandono te traspasen.
Más de cincuenta años de literatura hecha canción, sin bajar nunca el listón. Desde ese “Blowin’ in the wind” que era una auténtica osadía, una canción hecha a base de preguntas sin respuesta, una respuesta que estaba en el viento, hasta “Duquesne Whistle”, en la que se pregunta si el viejo roble seguirá estando allí, en el lugar del que partió, ese viejo árbol al que solía trepar con ella, si las luces de aquellas casas le reconocerán la próxima vez.
Estaría hablando horas y horas de Dylan y de sus poemas y canciones (por cierto, ¿dónde está la diferencia?, él la señaló con acierto: si no se puede cantar es un poema, si se puede cantar es una canción), pero es hora de cerrar y de celebrarlo. Somos muchos los que hoy estamos de fiesta.
Texto por Juan J. Vicedo, autor del libro «Escuchando a Dylan« publicado hoy 14 de octubre en el Diario Información, de Alicante.
Fotos Koldo Orue (Sitio web de Koldo Orue)