Esta leyenda ofreció una sesión maravillosa de sabiduría musical, acentuada (más que atenuada) por su trancazo. Swamp Dogg no estaba en su mejor forma, por culpa de una gripe descomunal que arrastraba, pero lo dio todo, todito, todo. Y cuando un artista lo da todo, demuestra su grandeza aunque ese «todo» esté mermado por su condición física. Apareció con un retraso muy soulero sobre el escenario.
Llevaba un largo traje naranja y zapatos a juego, pero con el pecho descubierto que dejaba ver una bárbara cicatriz en su tripa de unos 20 centímetros. Nos dice con toda tranquilidad que se le ha olvidado traer la camisa (dice que era amarilla, por eso de quedar elegante). La banda que le acompañó hizo un trabajo formidable, guiados por su «guitarrista personal», llamado Crazy Thomas, y montaron una bárbara sesión de soul y funk.
Joserra Rodrigo me había cantado poco antes aquello de «eran unos managers que eran de Hueeeervaa y uno medio calvo y el otro coletaaaaa». A la gripe, se había sumado un accidente que llevó al hospital a una amiga que estaba en el ajo, compañera de El Junco, y al bajista. Mientras la policía perseguía junto a la plaza de toros a unos delincuentes, en plan película, se llevaron por delante a los músicos que iban a participar en la velada.
Rescataron a otro (Alfonso, un brillante músico al que también se le rompió la cuerda) que ensayó a marchas forzadas de 4 a 7 de la tarde. Cuando empezaron a hacer música en Clamores, lo mejor del soul y el funk brilló con fuerza descomunal. El calvario de la jornada se transformó en la fiesta de un hombre que hablaba de su cáncer de colon con humor y distancia, un músico que se cambiaba constantemente de gafas para cambiar de estilo, una leyenda que dejaba traslucir una larga historia que le sitúa en lo más alto del género. Fue una alegría para tatuarse en el pecho junto a las cicatrices.
Texto por Miguel López y fotos por Ana Hortelano.