El nuevo disco de Héctor Tuya se llama La Caja Negra y luce una portada elegante hasta decir basta: una avioneta cae en picado envuelta en humo. Esa imagen se complementa con el dibujo de contraportada, también obra de Santi, de Valencia, y muestra lo cerca que están la catástrofe y la salvación. En las vidas y en la música. Esa Caja Negra es el exitoso intento de meter diez años de travesía musical en los 45 minutos que dura el disco, un delicioso problema que arrostra este artista con la sabiduría de los que saben jugar con el tiempo.
Pregunta: “¿Estás contento con el disco?”. “No… Estoy muy contento con la recepción de gente muy importante para mí. Está gustando. Es algo para mí lejano en el tiempo. Son canciones de hace diez años, aunque salgan ahora”.
Son una docena de composiciones, todas en castellano. La primera se llama Amor Fou. La potencia de la guitarra se percibe desde el llanto inicial del bebé. La producción (Maral) resulta exquisita, rebosante de destellos sonoros y chispas que acentúan los silencios. La letra también corresponde a la categoría de las que se agarran al tejido neuronal. “Es de un poema de Angel Guache, asturiano de Luanco, al que conocí en Madrid. Tiene 25 o 30 libros, fue pintor, es como Jesucristo, un tipo genial. Tiene una banda de punk, ¡a los sesenta y tantos años! Un tipo maravilloso, en plan Allen Ginsberg. Después de una tarde buscando en veinte libros apareció ese textito que son siete versos. Salió en muy poco tiempo. Arrancamos con ella. Elegir una primera canción de un disco es delicado”, confiesa Tuya. Este primer corte recoge también toques de “ejército musical de salvación”, en plan autorretrato.
La segunda se llama La Virgen de los Peligros. Comienza con el sonido de las teclas de una vieja Underwood. Refleja texturas viejunas que remiten inevitablemente a Tom Waits, cuya voz distorsionada por el megáfono se asoma con descaro feriante. La forma de cantar de Tuya acumula urdimbres circenses, golfería, carraspeos y todos los trucos de los rincones más oscuros de la gran ciudad. “Viene de una calle de Madrid, junto a Gran Vía. Fue un apunte de servilleta y luego fue creciendo poco a poco. Un pie en cada sitio”, indica, porque vive en Luanco (Asturias), enfrente del mar, pero se deja caer por Madrid esporádicamente. La canción deja silbar vientos cruzados del Caribe y de Nueva Orleans y acaba de forma arrolladora hasta convertirse en un portaviones de sonidos que llega a su fin por abandono.
Mi Generación se abre paso como el tercer corte. Magníficos juegos de voces jalonan el tema. “Está escrita para Samu, que era un amigo de nuestros veinte, y fue el primero que se murió de todos nosotros, a los 27, a la edad. Era muy excesivo, con mucho peso y apneas”. Aquí colabora el músico asturiano Alfredo González, pianista y compositor, que da lucimiento a una voz que recuerda en algún momento a Antonio Vega. Justo en esta canción, no en otra.
Como las mentes libres siempre ceden el paso al humor, Malabares se abre con una broma inicial acústica: Blackbird, de The Beatles. Cristalina y luminosa, aunque hable de la noche, “es una melodía en una conversación telefónica en la que te toca escuchar más que hablar, en la que te están echando una bronca. El arpegio de guitarra podría haber sido suficiente. Fue la primera del disco que se compuso. Hace una década. Es una canción completamente asimétrica. No podrías distinguir un estribillo en ella. La estrofa tiene variaciones, muy cortita (un suspiro de 1,58 segundos)”. Extraordinaria la forma en que dice la palabra “fragilidad” durante la interpretación.
Lis en el Tejado (con Fee Reega y Rita) suena a trío o algo parecido (“esa es la historia”), tal vez porque varias chicas grabaron la canción. “Está en el centro del disco, con un contexto algo conceptual, como corazón del asunto”. Lis, que reaparece en la canción once, es guadianesca: “Era una chica inglesa que en realidad se llamaba Lisa y me fui con ella a Canadá”, aclara. El tema exhibe vocación noctámbula y suena hermoso, hondo, amoroso. A pesar de la complejidad de su estructura, fluye como si tal cosa, como melodía capaz de levitar y transformarse en vapor de belleza. Parece pensada para tímpanos muy refinados y tal vez por eso es la más extensa y sugerente.
Valor, el siguiente episodio de La Caja Negra, “está escrita en Canadá, en Vancouver, donde se habla de los peligros que hay en ser desagradable con el prójimo”. Puede que sea la mejor pieza del disco, la más cercana al universo de Waits, con guitarra clonada de Marc Ribot, el sonido inquietante de unas tijeras y frases para enmarcar: “Hay que tener valor para no dar amor”.
Me arrancaré los Ojos suena en otra dimensión. Roza el cabaret y la pachanga. “Habla de gatos, de arañazos”, confiesa Héctor. Combina el clímax con el anticlímax bajo el manto de un gran piano y un colchón Hammond. Más rítmica, tirando a un contenido rock de alto voltaje, es Quiero Ser Tú, sobre “la obsesión y la esquizofrenia de las heridas amorosas”. Ofrece un alarde vocal con guitarra sobresaliente, coros bien ejecutados y un melotrón que se camufla en los crescendos. Encierra una incierta vocación de ruido que culmina en un abrupto fin, como todo deseo excesivo de otredad.
Podría sintetizarse como “delicia coral” la siguiente composición: Frío en el Cielo (con César Pop y Nistal), quizá porque la escribió también en Vancouver. Las cuerdas dominan la canción, con toques a The Byrds y una (otra) frase genial: “Estamos solos en un desierto de gente”. Es pegadiza y entrañable al tiempo: una de las joyas del álbum. A estas alturas ya queda patente la riqueza sonora, la diversidad sorprendente de esta Caja Negra llena de sorpresas.
Yo Tengo Algo (con Rubén Pozo), es “un blues muy Tom Waits, también de los primeros del disco. La grabamos con Pablo Serrano a la batería, un gran instrumentista que buscaba la sencillez total, y me recuerda a Heartattack and Vine”. Ahí saca a relucir toda la cacharrería: el sonido del megáfono, las guitarras serias de estilo cubista (como diría Joserra, flamante autor de Pasión no es una Palabra Cualquiera) y viejos sonidos stonianos…
Reaparece la mujer antideslizante llamada Lis. Hay una difusa rabia y un combustible rencoroso en esta Adicto a Lis. Suena rockera y a proclama de autoafirmación.
El Veneno (“un poco “coheniana”) se convierte en un colofón que acumula preguntas. Es un registro muy distinto al del resto de temas, marcado por los compases acústicos y la flauta travesera. El cálido acordeón aflora por segunda vez en el disco, pero ahora se pone en el centro del sonido, justo para recibir un portazo final en las narices.
Son diez años musicales introducidos en poco más de 45 minutos. Todo un universo sonoro cabe en La Caja Negra, que opera de forma idéntica al arte de construir barcos dentro de una botella: la nave se fabrica en el exterior, los palos se pliegan y el resto de piezas son movibles, de forma que el barco finalmente se adapta al cuello de la botella y despliega sus velas una vez dentro.
Héctor Tuya resuelve con maestría este desafío de meter una década en una botella de tres cuartos de hora. Lo consigue porque dispone de un sistema de orientación infalible, tal y como escribe en su disco: “Cuando cumplí seis años, mi abuela me regaló mi primera guitarra. Recuerdo cómo se puso de cuclillas para hablarme a los ojos. En ese momento mi abuelo entró en la cocina. “¿Te gusta tu nueva brújula?”. Afirmé, a pesar de no conocer la palabra. Luego pregunté a mi padre qué era una brújula. “Un objeto que sirve para marcarte el rumbo cuando estás perdido”, me dijo. «Pasé años pensando que mi guitarra se llamaba brújula y servía para marcarme el rumbo. De aquella aparente confusión se hicieron camino y andar, y de ellos, estas canciones”.
Escucha el nuevo disco de Héctor Tuya, «La Caja Negra» (2017):
Fotos: Ana Hortelano
Texto: Miguel López