Café Berlín 17 de Marzo 2018.
Creo que rozaban las once de la noche cuando cuatro fieras pisaban el escenario del Café Berlín, encabezadas por el legendario lobo del Blues, Rick Estrin. Tras décadas de buen oficio como compositor, armonicista y cantante, Rick apareció rodeado de otros tres gatos nocturnos que se hacían dueños y señores del mítico Café Berlín de la Costanilla de los Ángeles (esa noche, unos ángeles más juerguistas que nunca).
Los ecos de esta banda resonaban desde hacía años en nuestras cabezas y, al fin, les contemplábamos en vivo para cerrar el círculo de los grandes músicos: composición, oficio e interpretación. Quisimos que nadie nos apercibiera de lo que podía ocurrirnos aquella noche. El único presagio era observar la cola de blueseros madrileños y de las proximidades que se habían citado fuera del local. Olía a noche épica para el recuerdo y debo decir que así fue.
Siempre remarco la importancia de la escenografía de una banda que se presenta en un local de nuevas, aunque tenga más solera que el pacharán de tu abuela. Antes hemos dicho que la interpretación es el directo y donde el que es músico de verdad, se la juega y lo demuestra (o no). Y es que durante la actuación no sólo escuchas, sino que ves cómo transcurre la función para imaginarte en el tugurio más recóndito de Chicago donde todavía se organizan juergas como las de los años 30 (esta es la diferencia de los grandes: transportarte a otra época, a otro lugar). Por eso quiero hacer una mención especial a Rick, y su traje de lúrex negro, muy negrata, muy Chicago, su anillo de brillantes en el meñique, su juego de voz, armónicas y el micrófono Bullet. Chris «Kid» Andersen, guitarra vikingo atrapado en un traje que podría vestir Starsky & Hutch, con camisa disco setentera incluida, acorde con la década de fundación del grupo (año 76), gesto distante del que, como quien no quiere la cosa, pasaba por allí( por un segundo me acuerdo de Duanne Allman). Lorenzo Farrell, teclados, y bajo acústico y eléctrico engalanado con dos piezas de Nord Electro 2 rojo que olía a jazz a metros, y un batería, Alexander Pettersen, repartiendo juego y ritmo como el mejor croupier desde su Yamaha. Porque la primera impresión, también es muy importante. Y el arranque no pudo ser mejor.
El lobo mayor nos dio la bienvenida con un «My name is Rick Estrin…» y comenzó la escalada incesante a través de su disco Groovin´In Greaseland, que es una escalera hacia el cielo, esta vez, teñida de blues. Porque el sábado el cielo era más blues que nunca, aun siendo de noche.
Suena «Living hand to mouth», composición donde cada intérprete tiene su espacio. Eso dice mucho de Rick. Ya de primeras y sin casi tener tiempo para digerir, es donde nos damos cuenta del nivelazo que tienen los cuatro músicos.
No es obvio ni sobra decir que Rick no es sólo una armónica. Ni que la armónica de Rick es sólo una armónica. La armónica es también un músico con cuerpo y alma. Los dos hablan, cantan, se quejan, cuentan, piropean, se excusan, lloran, ríen y hasta te dejan tirada. El típico caso de doble personalidad: magistral, elegante, con clase, divertido, bailarín, zigzagueante cuando el ritmo lo requiere. Así es Rick y así son todas las armónicas de Rick (heredadas legítimamente de Little Walter y con todos los honores). Por allí andaba Muddy Waters, John Lee Hooker, Steve Ray Vaughan, entre California, Texas, Missisipi, Illinois. Lo nunca visto: un tren de vapor que surfea entre olas al son de «Big Money». Mete en los vagones unos rubios de la Costa Oeste con unos negros del Delta, acóplales unas tablas de surf a las ruedas y tienes una mezcla única de diversión y ritmo contagioso. O escucha «Looking for a woman» e imagina a Mick Jagger y los Stones, mordiéndose las uñas por no haber compuesto semejante piezaca tan sexy de blues, rock y reggae. Inmensa. O prueba a seguir los coros de «That´s big», e imagina a Albert King cantándola y hazlo sin mover un pelo de tu cuerpo. Imposible.
Así es Rick. Podemos afirmar que nunca hemos visto un músico y armonicista igual y seguimos pellizcándonos por haber presenciado la enormidad y humanidad de este artista mulato: blanco de cuerpo, negro en el alma.
Seguimos con el guitarra solista, «chico» Chris Anderson; y nos preguntamos: ¿cómo es posible que Buddy Guy o cualquiera de los Kings (B.B., Albert o Freddie) se haya reencarnado en un chaval vikingo, noruego, rubio, alto y corpulento que maneja la guitarra como si fuera un juguetito que se acaba de encontrar en la sala de espera del backstage? Volvemos a caer en la cuenta de que el blues es influencia (de USA a Noruega), es respeto por el origen, pero es mestizaje (también con el jazz y el rock& roll). Por eso sobrevive. Anderson es blanco de cuerpo y negro de alma. Y de nuevo, comprobamos la importancia del aprendizaje y los grandes en, estos, sus discípulos: Kid Anderson ha trabajado en la banda de otro soberbio armonicista bluesero, Charlie Musselwhite (otro mulato). Llevabamos tiempo sin presenciar semejante talento guitarrero. Impresionante guitarrista el de la banda de Rick. Volvemos a pellizcarnos.
En cuanto al multi- instrumentalista Lorenzo Farrell (teclista, bajo acústico, órgano y piano), se nota cuando un músico ha mamado desde niño el jazz y el góspel y este lo ha hecho. Se percibe esa inteligencia del fuera de serie (similar a la de Garth Hudson, el memorable organista The Band), esa forma de pintar, acariciando o arañando las teclas según lo requiera la canción, o en cómo acopla los arreglos del teclado sobre cada tema, ya sea para darle un barniz blues, jazz, góspel y hasta rock. Memorable bajo y teclados los de «Cool Slow», quizás la pieza más jazzera y elegante. Esas cosas no se olvidan. Señores: pellízquenme.
Y, por último, el croupier, el batería Alexander Pettersen. El repartidor de juego, ritmos y sonrisas sobre la mesa de Black Jack del casino hecho escenario. Es curioso que siendo el último en incorporarse a la banda maneje la complicidad del grupo como pocos. El «hagan juego, señores» lo decía sin tener que decirlo este tipo con su mirada a cada miembro de la banda. En «Hot in here», se apreció a la perfección. Qué manejo de la percusión y los platillos…Otro pellizco.
Para terminar y queriendo ser cansina, no dejamos de pellizcarnos y repetirnos que lo del sábado 17 NO FUE UN SUEÑO. Que fue real y que ESTUVIMOS ALLÍ. Que Rick Estrin & The Nightcats son una banda blues de alto voltaje, energizante, divertida, entretenidísima.. que logra desde las auténticas raíces del blues, con unos músicos mulatos y mestizos fuera de serie, traspasar fronteras y tiempos para permanecer con nosotros y hacernos disfrutar. Porque al fín y al cabo, la música existe para eso. Nosotros estuvimos allí. Así que, no digas que fue un sueño, aunque nos tengamos que seguir pellizcando.
Texto por Maria Tortosa y dibujo por Cayetana Álvarez.
Fotos y vídeo por Ana Hortelano.