Van Morrison ha seguido en Vitoria-Gasteiz el mismo camino sonoro por el que transitó el verano pasado en Bilbao y luego continuó a finales de 2017 en Madrid. Entre las lindes del jazz y los nuevos enfoques souleros de clásicos, el irlandés fue de menos a más en una sesión de lucimiento técnico que no se asomó a los abismos místicos anhelados por la corriente minoritaria de la cofradía.
Caledonia se quedó entre brumas, a la espera de nuevos bríos musicales. El crescendo partió desde unas mucosidades reprimidas con té calentito y montones de Kleenex hasta el cierre habitual con Brown Eyed Girl y Gloria.
El saxo y la armónica calentaron el ambiente, mientras la guitarra se quedó intacta en el escenario. Tras sentirse mejor Van Morrison propinó tres grandes zancadas (Real Real Gone, Lonely Avenue y Whenever God) que elevaron el listón y sobre ese colchón pudo repasar viejos (Wild Night, Days Like this, Moondance o Precious Time) y nuevos (Broken Record, bastante repetida últimamente) temas que son su ADN actual.
Alcanzó con este repertorio y algunas piezas más matices impensables en espacios abiertos, con una calidad de sonido fantástica. Una alegría constatar que brilla como siempre el talento de Teena Lyle y el mando de terciopelo de Paul Moran, junto a Paul Moore, Dave Keary, Mez Clough y Dana Masters, una voz que casi hace sentir celosón al maestro.
El tío vinagre supo cantar con esfuerzo encomiable su vieja verdad: lo único que importa es el amor, porque somos hijos del universo. Los cinco o seis mil espectadores, algunos bisnietos del cosmos, se lo llevaron a casa.
Texto por Miguel López. Fotos y vídeos por Ana Hortelano.