La pantalla que se extendía sobre el triple set de percusión mostraba imágenes de Woodstock para ambientar la entrada de la banda. Quién sabe qué será de esa gente anónima que entonaba el cántico de la lluvia. Lo que sabemos es que ya no están Hendrix, ni Janis, ni Joe Cocker, ni Jerry García, y ahí me paro. Woodstock es uno de esos símbolos que nos resitúa en el tiempo y que nos marca el inmisericorde paso de los años en nuestro calendario. Santana estaba allí y Santana estaba en Alicante, ante nosotros, abriendo con “Soul Sacrifice”, como si nada hubiera pasado, un abrir y cerrar de ojos de medio siglo.
Este hombre está señalado por la gracia, bendecido por todos los budas. Su música fluye como un torrente de luz, esa luz que él nos invita a ver en nosotros, en cada uno y en los demás. Sus gestos en el escenario, cumplido uno más de la setentena, son ágiles, en contraste con otros guitarristas legendarios cuyos atisbos de torpeza nos mueven a ternura. Su pasión por la vida no parece haber decrecido un ápice, no hay rastro de ese escéptico agotamiento que frecuentemente acompaña a quien lleva muchos kilómetros en los pies.
La primera parte del concierto la empleó en traernos a casa esos temas que se alojaban en sus primeros discos y que, no lo neguemos, todos anhelábamos escucharle: “Evil Ways”, “Black Magic Woman”, “Oye como va”, “Samba pa ti” … Ésta, con un único foco de luz blanca iluminando sus movimientos, la interrumpió para dedicarla a la memoria de los guitarristas gitanos Django Reinhardt, Manitas de Plata y Paco de Lucía y a todos los de su etnia que hacen de su arte “pura sangre, pasión, emoción, dulzura y luz”.
Carlos Santana da la sensación de haber dejado trozos de su alma en los trastes y las cuerdas y de volver al mástil de su guitarra, de cualquiera de las que alternó durante la noche, para recuperarlos, compartirlos con el público, mimarlos y regresarlos allí otra vez. Hasta que llega el momento en que lo que era una consagración, una ofrenda de música, se convierte en una fiesta sin fin en la que se hermanan el jazz, el blues, el rock e innumerables citas musicales en las que lo mismo caben Carole King que los Stones.
Es la hora de adentrarse en ese disco al que le debe tanto, “Supernatural”, y lo hace inmerso en una banda que, si hasta entonces era un maravilloso telón de fondo, va a estallar en una magnificente cascada de sonido. Los cantantes Ray Greene, con su poderosa voz que nos llega incluso en calve gospel, y Andy Vargas, el imprescindible contrapunto latino, bracean sobre olas altísimas que crean al unísono los percusionistas Karl Perazzo y Paoli Mejías, Cindy Blackman, esposa de Santana, a la batería, y el bajista Benni Rietveld. Danny Mathews, en los teclados, y Tommy Anthony, dibujando crestas de espuma con su guitarra, completan un combo al que se unirá por un rato el veterano bluesman español Javier Vargas, para disfrute de sus solos y de su slide.
Cayeron “Mona Lisa”, “María María”, “Corazón espinado”, “Smooth”, y uno, que no es nada devoto de esas piezas en el disco, ni del disco en sí, se rinde de primeras a su exuberante recreación en directo y al talento del mexicano para adaptarse a los tiempos, dócil como el bambú, sin renunciar a su esencia y a su inimitable estilo. Un alivio en estos años, ya largos, de basura comercial con el apellido “latino”.
La noche se encaminaba hacia su final de deliciosa locura –palabras del propio Santana– porque es imposible alcanzar la paz mental sin disfrutar de un poco de ella. En ese goce dio pie incluso a Anthony a arrancarse con un “Roxanne” que Sting no cantaría mejor que él hoy en día. Nos enseñó así el camino para evitar ser avinagrados, arrogantes y cínicos, y hagámosle caso, porque este hombre habla con el corazón, toca con el corazón, se entrega de corazón.
Fotos y vídeos por Juan J. Vicedo.