Benidorm se está convirtiendo en una plaza a tener en cuenta en el mundo de los festivales. A la oferta veraniega del Low, más decantado al hípster-pop y a la electrónica, se une el Funtastic, garajero y punk, que fatalmente coincidió en fechas con esta primera edición del Visorfest, orientado al pop anglosajón de los 80 y 90. Esa coincidencia y el frío de esta última semana, sensible incluso en tierras cálidas como ésta, perjudicaron al novel Visorfest, que se celebró en el auditorio al aire libre del Parc de l’Aigüera, con un lujoso cartel que merecía un lleno que no obtuvo. El sábado, jornada principal del evento, tenía el listón bien alto con la comparecencia el viernes de Jesus & Mary Chain, Ride o Chameleons Vox, pero la jugada sabatina no era menor.
Abrió la noche, a la temprana hora de las siete, Ash, con el tema “True Story” de su reciente “Islands” y puso en movimiento al público que ya estaba en la pista y también al que sorprendió entrando, una costumbre muy de aquí la de llegar tarde. Los irlandeses demostraron lo que ya dicen sus discos sin Charlotte Hatherley, que el trío es la santísima trinidad del rock, y con esa apuesta simple por la guitarra, bajo y batería produjeron tanta energía como puedes ser capaz de soportar en hora y media. Estos chicos son del país del trébol y los tréboles tienen tres hojas. Tim Wheeler fue calentando voz conforme iba alternando temas de “Islands”, algún otro del precedente “Kablammo” y grandes éxitos de su primera etapa, pero instrumentalmente estuvieron al cien por cien desde el principio, sólidos, aguerridos y combinando magistralmente melodías y descargas adrenalíticas. Mark Hamilton recorría el escenario mientras construía con su bajo el armazón preciso para los riffs de Wheeler, y Rick McMurray se aplicaba a los parches como una locomotora sin freno. Parecía que se despedían con la imprescindible “Girl from Mars” pero todavía atacaron “Burn baby burn” antes de irse. Se prodigan poco por estas tierras los chicos de Downpatrick y es una pena, porque en sus tres décadas de existencia han mantenido un sello de calidad indiscutible.
A contracorriente, en una noche propicia para el baile, apareció Cat Power. Daba igual, porque se esperaba con ganas a Chan Marshall. Ya se sabe, las historias de naufragio personal y resurrección generan siempre expectativas, tanto más si van acompañadas de un resurgir musical. Se plantó ella en un escenario poco iluminado y durante el primer tercio de su actuación tejió armonías de cálida frialdad para deleite de sus incondicionales, que los había de todas las edades y esto es necesariamente una buena noticia. El Visorfest sin embargo demandaba algo más que introspección melódica y quedaba la duda de si Cat Power o Chan Marshall o Charline Marie, o alguna de las múltiples personas que se encierran en una sola, sería capaz de ofrecerlo. La respuesta fue sí. Arropada por un trío de músicos – de nuevo el número mágico- capaz de crear el paisaje ideal en el que ella puede moverse a su antojo, Cat Power mudó de piel para seguir siendo ella y se creció vocalmente para rasgar el velo de la noche y encender un fuego azulado que creímos perdido el día en que Joni Mitchell se retiró del mundo.
Sarah Craknell está en una órbita distinta a la de Cat Power, y es precisamente la que cruza el planeta Visorfest. La rubia vocalista de Saint Etienne, con sus boas de verde brillo, sus lentejuelas y sus contoneos felices, puso voz a un viaje de regreso a los años danzarines de la última década del siglo veinte. El falso trío que forma con Bob Stanley y Pete Wiggs, que en realidad suma bastante más músicos en sus presentaciones, recuperó canciones que pintaron de color toda una época y volvieron a brillar, como “Who do you think you are?”, su personalísima versión del “Only love can break your heart” de Neil Young, o el incombustible “He’s on the phone” con el que cerraron. Saint Etienne, con esa propuesta fácil de asimilar que nace del pop y se nutre de las pistas de baile, lo mismo valen para el Visorfest que para una fiesta de fin de curso, un especial navideño o para la última copa cuando ya está amaneciendo en la playa. Pero la noche seguía y le tocaba el turno a The Flaming Lips.
Los de Wayne Coyne son punto y aparte. Cuesta pensar que algo así venga de Oklahoma, un nombre que normalmente no relacionarías con explosiones psicodélicas y desvaríos de color y sonido como los que nos regalan The Flaming Lips. Como nunca fallan, tampoco lo hicieron en el Auditorio Julio Iglesias, denominación que dio pie a Coyne a estrechar vínculos con el público (“Me encanta Benidorm, es friqui y es único”). La hermandad estaba sellada desde ese momento y abría la puerta a la celebración de la puesta en escena, plagada de intercambio de balones gigantes de colores que flotaban de un lado a otro, diluvio de confetis y paseos entre la gente a lomos de unicornio o en el interior de una burbuja (esto último escenificando un “Space Oddity” majestuoso). Pasajes hipnóticos alternaban con himnos gozosos, arrebatos pop con paréntesis de calma acústica. La voz de Coyne, con ese timbre que en ocasiones parece estar a punto del sollozo y en otras cabalga el éxtasis, era el faro que se alzaba sobre oleadas de sonido provocadas por músicos de inverosímil presencia. Llevaron la noche benidormí a lo más alto desde el arranque a los sones de “Also Sprach Zarathustra” de Richard Strauss, preludio de lo que vendría, que incluyó temas suficientemente conocidos y memorables como “Fight Test” o “Yoshimi Battles the Pink Robots”, y se despidieron con “Do You Realize?”, un mensaje hecho canción sobre la brevedad de la vida. Después de eso solo quedaba bailar con !!! (chk, chk, chk) hasta que la música dejara de sonar.
Fotos y vídeos por Juan J. Vicedo.