Se cumplían dos docenas de años de la sala Confetti y eso es mucho, así que la noche era una fiesta para Julio Gaubert y su parroquia, y también para los que se aprestaron a la celebración con otro motivo más que suficiente para salir de casa en la noche del día más frío del invierno: en esa fiesta iban a hacer acto de presencia The Frank and Walters.
Antes que ellos subieron al escenario los ilicitanos Aardvark Asteroid, una banda que en su nombre mezcla al oso hormiguero y al espacio interestelar, pero que si no lo sabes te suena más bien a licor escandinavo.
En su música también hay mezcla, en la que reconoces ingredientes de fuzz, de electrónica, de funk, de psicodelia, toques post-punk y góticos y lo que quieras, porque parece que han asimilado todo a su alcance y más que un asteroide son un agujero negro que emite radiaciones fulgurantes de eso que cuando no sabemos cómo denominarlo lo llamamos con el nombre sagrado: rock.
La presencia magnética de su frontman, James Hughes, es solo parte del juego, porque el quinteto ensambla sonidos y canciones con ritmo preciso, medido con el diapasón implacable de Jose Sandoval a la batería y con el bajo extasiado de Paco Marí. Albert Oliva, a la guitarra, rellena los espacios con eficacia y sobre ellos Salva Ispierto dibuja filigranas electrónicas.
Algo menos de una hora, en la que estrenaron algunos temas, y dieron paso a Paul Linehan y los suyos, el momento esperado para que la veterana banda de Cork encadenara tres décadas de música sin altibajos con un presente en un estado de forma admirable. Abrieron con “Miles and Miles”, dejando claro que ellos iban con las pilas cargadas y el público también. Entrega incondicional y sin reservas, arriba y abajo de la tarima, y una sucesión de canciones que llevaban en una única dirección, la de disfrutar de una música fresca y chispeante, preñada de melodías rejuvenecedoras y de oleadas fulgurantes de la guitarra de Rory Murphy.
El primer momento en la cumbre llegó, paradójicamente, en un descenso de la ola, ese que lleva por título “Little dolls”, en el que Linehan te acuna con elegancia y te hace cerrar los ojos. Era el cuarto tema, acababan de empezar todavía, pero a continuación enfilaron “We are the young men” y ya se veía que la cosa iba de himnos interpretados vigorosamente sin perder la sonrisa.
The Frank and Walters poseen no pocas canciones que puedes prender en tu memoria y nunca se caerán, canciones que alumbran un sentimiento de gratitud. Cian Corbett a los teclados les añadía lo justo para que estuvieran completas. Fueron desgranando casi una veintena, con momentos especialmente felices, como ese “Stages” enlazado a “Fashion Crisis in New York”, la esperada “After All”, que fue su gran éxito en los 90, y la brillante “Colours”, que no lo fue pero debió serlo, una maravillosa pieza de power pop en la que hubo un punto de locura que Ashley Keating mantuvo a raya desde su taburete tras la batería. Cerraron con “Michael”, volvieron para cantar el cumpleaños feliz, regalaron una más, y se fueron, con sus camisas de color naranja y sus corbatas negras. Habían rendido una actuación espectacular en su sencillez y al mismo tiempo dictado una lección sobre lo que en su día significó ese término, “indie”, que hoy transita por nuestro suelo, perezoso y ajeno a sus orígenes.
Fotos por Juan J. Vicedo y vídeos por Rosa Campos.