Entró en el pequeño bar, el Akí Pikamos, donde a la vuelta de la esquina se reúne la parroquia de la Stereo, pidió un café y se lo tomó en la barra, sin dejar de sonreír, vestido ya con su traje negro y los botines con los que subiría al escenario un cuarto de hora más tarde. Si en la otra mano hubiera tenido su Telecaster pintada de purpurina no habría parecido extraño.
John Paul Keith, en el escenario, es el mismo tipo afable y sencillo que es uno más frente al televisor donde juegan el Tenerife y el Sporting. La diferencia es que en el escenario canta y toca la guitarra como ninguno de nosotros podríamos. Después se baja a venderte sus discos y a firmártelos, asegurándose de escribir bien tu nombre, y ya está, se va, a Tarragona, dice, donde acaba su gira española.
Pero este hombre debía ser patrimonio de la Humanidad, y cualquiera de sus canciones, digo cualquiera porque todas lo merecen, debía estar en ese cilindro grabado que vaga por el Espacio interestelar por si alguna vez una forma de vida inteligente se topa con él y quiere saber cómo somos, o cómo fuimos.
Porque John Paul Keith es, sin adjetivos, el rock, y el rock es hijo de su tiempo, un tiempo en el que el mundo se transformó y dejó de ser cómo era. Comenté en su visita anterior a esta ciudad que escucharle – y verle – era como viajar en el Delorean, que su música no es revivalista ni recupera los sonidos de los cincuenta, sino que viene directamente desde ellos.
Sí, escucharle es viajar en el tiempo, zambullirte en esa eclosión de vida que arrasó a una generación y marcó a la siguiente, es sentir el latigazo que recorrió a quienes escucharon en su día a Buddy Holly y a Roy Orbison. Vino el de Knoxville, Tennessee, acompañado de Matthew Wilson (bajo) y Danny Banks (batería), espléndidos los dos, a presentar su nuevo disco “Heart shaped shadow”, y lo hizo a conciencia, pues pocas canciones del álbum se quedaron sin sonar.
La primera en aparecer fue “Something so wrong”, indiscutible aportación de Keith a las canciones que hacen que el mundo gire, y poco después la siguió “901 Number”, una pieza lenta de las que en su repertorio se atesoran y que te dan ganas de escuchar con los ojos cerrados.
Y así hasta ocho de las doce que forman su última entrega, y una más del reciente EP de su proyecto paralelo, Motel Mirrors, la festiva “Meet me on the corner”.
A lo largo de la noche te regala melodías que te acarician el corazón y punteos deliciosos de sus guitarras, porque Keith cuando quiere atiza la llama y te inyecta en vena dosis de fulgurante ritmo, y es capaz de generar tensión incluso en baladas como “Miracle drug”.
Va mezclando lo nuevo con lo que ya le habíamos escuchado en ocasiones anteriores (“Pure Cane Sugar”, “Everything’s different now”, “Baby, You’re a bad idea”, por citar algunas), hasta un total de veinticinco canciones suyas que caen sobre nosotros una tras otra.
Escuchándolas te transportan al pasado o, mirado desde otro punto de vista, te enfrentan a un artista que ha regresado al futuro en el que transcurren tus días. Ese hombre que está ante ti responde a los nombres de John y de Paul y de Keith, y eso es mucho si hablamos de música.
Fotos y vídeos por Juan J. Vicedo.