Roky Erickson, uno de los padres de la psicoledia y de 13th Floor Elevators hasta que las drogas y la demencia lo llevaron a un psiquiátrico por orden judicial falleció este viernes 31 de mayo a los 71 años de edad en Austin, Texas. DEP.
Como homenaje y tributo a esta leyenda y visionario, Rocky Erickson, rescatamos un texto para Dirty Rock Magazine de Jesús García Cívico, titulado:
Haciendo spinning en el infierno: todos los monstruos de Roky Erikson
Detesto con todas mis fuerzas a los deportistas, a todos los deportistas. Detesto, bien lo sabe Dios, a todos los deportistas pero tampoco simpatizo con esos tipos malhumorados encrespados con la vida quienes como yo mantienen oscuros prejuicios con el deporte. Es por eso (por esa antipática contradicción) que no sé bien por qué me he apuntado hace poco a un gimnasio: se me ocurren muchos motivos para correr pero siempre que a base de correr, correr y correr le quepa a uno la posibilidad de escapar a algún lugar.
Hay, hemos de reconocerlo así, motivos para correr. Uno escaparía –corriendo como alma que lleva el diablo– de los pactos inútiles, de Julieta, la última película de Almodóvar. Uno escaparía de Donald Trump, de las líneas rojas, de los micrófonos del Ministro del Interior, del arzobispo de Valencia, de los colegios pijos, de la radio fórmula que nos destroza los oídos, la paciencia y la pura vida en los supermercados. Uno huiría de los enflaquecidos brazos de la reina Leticia (la reina de España es un concepto que no me cabe en la cabeza). Uno escaparía de Panamá Leaks, de Bertín Osborne, de las cafeterías decoradas con libros de pacotilla. Uno escaparía de los Papas buenos y de los Papas malos, de la películas dobladas, del último single de Stone Roses y de la Champions League, esa competición de dudosísimo gusto. Escaparía uno de todos los tertulianos, de todos los emprendedores, de la sonrisa de Eduardo Inda, de la desagradable boca de Felipe González, de todas las galas de los premios Goya del mundo, de los fans de Amaral, de los poetas, esos vanidosos majaderos; uno escaparía corriendo de los que niegan el derecho de asilo, el saludo y el cambio climático. Uno correría muy rápido para no regresar jamás y, sin embargo, uno ha terminado corriendo como un loco sin moverse un centímetro del lugar donde comenzó a correr. Hay algo peor aún, pedalear mucho para quedarse en el mismo lugar. Les he visto hacerlo: lo llaman spinning.
Escucha «The Wild One» (1981) de Rory Erickson
Como no tengo hijos, ni hermanos, ni amigos, ni siquiera amistades de gimnasio, como no tengo inteligencia, ni tengo voz y como tampoco quiero escuchar a nadie, como me da vergüenza no levantar ni media pesa ni resistir en la bici igual que los demás, desde que voy al gimnasio escucho música ensimismado todo el rato. A eso voy. La imposibilidad que ofrece la cinta corredora –esa disciplina burgueso-militar– o la bicicleta estática, de escapar, me ha permitido recuperar algunas de mis canciones preferidas de todos los tiempos (el Something came over me de Chris Stamey, la versión de Dancing Barefoot de The Feelies, All for the best de Miracle Legion); escuchar de un tirón Long Plays de mi juventud para los que ya nunca encontraba tiempo: Alex Chilton, Go-Betweens, Robyn Hitchcock, The Jesus and Mary Chain; retener lo que más me gustó de lo que vino después: Sleater Kinney, My Morning Jacket, Destroyer. Escuchar nuevos discos también: los de War on Drugs, Wild Nothing, The Gotobeds.
Cuarenta y cinco minutos es un lapso de vida aconsejable para correr despacio sin que un pulmón te estalle en mil pedazos: justamente lo que dura un LP. Ya no es fácil encontrar ni el tiempo, ni la disposición del ánimo adecuada, ni suficientes latidos tranquilos del corazón para escuchar atentamente un disco. Y sin embargo, ¡qué interesante experiencia volver a escuchar, sin poder escapar de ellos, con los ojos cerrados y la seguridad de que no te vas a despeñar por el barranco, discos enteros de un tirón! Que los discos tienen unidad, una narrativa peculiar y que deben escucharse de un tirón es algo que desde el Sgt. Pepper´s casi nadie discute. La invención que prende en nuestra imaginación se articula a través de la distribución deliberada y no azarosa de las canciones.
Ha sido así, escuchando canónicamente algunos de mis álbumes preferidos de ese territorio neblinoso y afantasmado que llamamos «juventud» que di con un hallazgo que quería compartir en Dirty Rock. Yo ya sabía que hay canciones bajo cuya música nos sentimos más fuertes aunque no mejores. Hay canciones que incitan a drogarse, hay canciones que deprimen y otras que empujan a fumar, hay canciones que nos mueven a besar y hay canciones que invitan a descerrajar a los peluches, puñado de cobardes esponjosos desprovistos de la facultad de odiar… abiertamente.
Uno ya sabía que hay canciones que nos hace más fuertes pero no mejores, sí. Lo que ignoraba es que hay canciones que transmiten el tipo de ímpetu necesario para escapar corriendo de los monstruos que beben y fuman en los afters de nuestra ciudad interior. ¿Canciones épicas, tan rancias como manidas, que conducen al delirio deportivo colectivo más impresentable? ¿Ésas que impiden apreciar, en medio del ridículo general, nuestra propia caída en lo grotesco? ¡Por supuesto que no! Y tampoco me refiero a esos temas de intensidad creciente que uno sí introduciría en un entrenamiento de un grupo de seres humanos más sofisticados. No he visto en mi gimnasio hacer spinning con temas de formato largo como los ochos minutos del «Take me» de The Wedding Present o el «All Thoughts Are Prey To Some Beast» de Bill Callahan, los cinco largos (para continuar corriendo de forma misteriosa) de «Second Skin» de The Chameleons, los seis del tercer corte de Jesu, el grandísimo disco de Sun Kil Moon, «A song of Shadows», o los nueve (para terminar con ligereza) del «Forever Dolphin Love» de Connan Mockasin. A mí y algún lector de Dirty Rock le gustaría que en el gimnasio sonaran Swans, Chvrches o The Church pero no sé si funcionaría con los demás: el otro día un señor de mi edad se quejaba de la música rara que ponían en la tienda de ropa donde estábamos. ¡Mazzy Star!
Cuando digo canciones que te hacen correr más fuerte, canciones que procuran una cierta renovación de las fuerzas, canciones que transmiten el tipo de ímpetu necesario para escapar corriendo de los monstruos que beben y fuman en los afters de nuestra ciudad interior, canciones que hacen al infierno transitoriamente tolerable, me refiero a canciones muy radioactivas originadas en la cabeza desbordante de energía de algún músico excepcional. La cuestión es más misteriosa de lo que parece a primera vista pues debe quedar claro que esas canciones venenosas tienen que ver realmente con una corriente radioactiva muy particular. Pienso en H. P. Lovecraft y en el poeta marsellés Antonin Artaud del que dicen que siempre le seguía un reguero de chispas en la noche: el que provocaba el golpeteo de su bastón contra los adoquines de París. Pienso en Holly Motors y en el motor del monstruo de Mary Shelley. Pienso en Rimbaud y en Iggy Pop. Sí, en Por favor mátame, el archiconocido y conmovedor trabajo de Legs McNeil y Gillian McCain, el «antiguo bicho raro de la compañía» de discos Elektra, Danny Fields, recuerda la tarde en que fue a ver a los Stooges al campus de la Universidad de Michigan. «Era el 22 de septiembre de 1968. No puedo minimizar lo que vi sobre el escenario. Nunca había visto a nadie bailar o moverse como Iggy. Nunca había visto tal energía atómica saliendo de una sola persona».
Energía atómica saliendo de una sola persona. Subversión de todo en un instante. Pasado del punk. Luces eléctricas muy moribundas. Explosión de energía en un callejón. Peculiares visiones del cosmos que de repente se trasladan, parafraseando a Greil Marcus, de los herejes babilónicos al Moscú de Los demonios (Dostoievsky), de Paris a Nueva York o Detroit pero también, podríamos añadir, a Siria o a Berlín, allá donde hay una imaginación expresada en un estilo cargado de rencor: un microcosmos donde la música tiene que ver con el abandono de la razón, donde la enfermedad tiene sus propios monstruos, un aire rarefacto, alegrías y tormentos exclusivos, y una particular luminiscencia que, como las guitarras eléctricas, tiembla por la noche. Vibraciones eléctricas y universos peculiares. Umh, eso me ha recordado la forma en que Sainte-Beuve describía el imaginario del autor de Las flores del mal: (lo cuenta el crítico italiano Roberto Calasso en La Folie Baudelaire): «un quiosco peculiar, muy decorado, muy atormentado, pero coqueto y misterioso». Calasso describe en ese libro formidable una corriente eléctrica en el gigantesco lupanar de Baudelaire. He estado pensando en mi gimnasio viendo a la gente levantar pesas sin control. He pensado mucho en los monstruos, en Erickson y en cosas así. Parafraseando el título del disco de Courtney Barnett, a veces me siento, hago spinning y pienso en los monstruos de Roky Erickson otras veces sólo me siento y hago spinning.
Efectivamente, he notado, sentado a solas con mis limitaciones físicas y mis cascos que –como si se tratara de la jeringuilla verde de Re-Animator– el disco de Roky Erickson The Evil One, te inyecta en la parte del cuerpo encargada de las ganas de correr, la energía radioactiva, eléctrica, y misteriosa del que fuera líder de los 13th Floor Elevators. El disco lo publicó en 1981 el sello de San Francisco, 415 Records, Roky había cambiado, o por decirlo, con la terminología propia de los monstruos había mutado. Aparentemente, la reclusión en una institución mental tras el arresto por drogas de 1969 había desplazado la música interior del cantante de la energía proto-psicodélica hacia un rock anómalo y poderoso como hecho en un garaje oscuro, o mejor, en un sótano raro: «¡hot-wired straight-ahead rock sound!».
¿Qué escuchamos en The Evil One? Quince temas, pesadillas, querencia de películas de terror de serie B de los años 50, obsesiones, visitas nocturnas, preludio de Mr. Potato, ruido de mamá Evelyn (nada de los locos, reales o aparentes, debe desligarse de la madre), alienígenas, zombis, una voz inigualable, muchos monstruos, infiernos, melodías vigorosas pero, sobre todo… inteligentes.
En el primer corte, «Two Headed Dog», Roky admite que trabaja en el Kremlin con un perro de dos cabezas… a continuación suena «I think of Demons» y aquí tengo la intuición de que este enérgico tema lleno de demonios deja pronto bien a las claras tanto el talento imbricado en la dinámica interna de la desazón más íntima de Erikson como el lugar, tan central, que los demonios desempeñaron en su vida. Creo que lo que aún me fascina de este disco es la amalgama de unas composiciones extraordinarias, muy inteligentemente construidas y unas letras secas, bastante pobres la verdad, llenas de incongruencia y cierta dejadez minimal. Como si lo único que importara en la hora oscura en que éstas se concibieron fuera hacer sonar en una sala llena de monstruos un himno interior.
El excelente documental You´re gonna miss me (Keven McCalester, 2005) apunta con extraordinaria lucidez las distintas causas, formatos, temperaturas y naturaleza de los demonios de Erikson pero también el flirteo estratégico del músico con la locura y el horror. En efecto, un acierto de McCalester en lo que toca a la crónica interior de Erickson es la puerta que se deja abierta, no a los monstruos o a los demonios, o no sólo a los monstruos o a los demonios, sino a una interpretación contradictoria y compleja del fenómeno artístico más enigmático, el del artista loco. Destaco de la hora y media de este inquietante testimonio sobre Erickson, las estrategias adaptativas del artista al mundo y, de manera genial, el giro que la película toma en un momento impredecible para orbitar de repente y de forma irremisible alrededor de la madre. En efecto, pronto el minucioso pegado materno de las fotos de Roky en los cartones, la carrera malograda de Evelyn, el desorden como metáfora de otro desorden, el padre mudo, los hijos raros: las madres son el monstruo más perfecto.
El tercer tema de The Evil One, disco lleno de monstruos, electricidad, misterio y madres es «Creature with the atom brain», una oportunidad para apuntar en Dirty Rock un par de cosas sobre la terapia de electroshock y la criatura del cerebro atómico: en la actualidad la bioética es, para bien y para mal, un saber depredador y el consentimiento del paciente para que un médico le llene el cerebro de voltios, un requerimiento habitual. Es posible decir que la terapia electroconvulsiva (TEC) clásica de tratamiento involuntario (o contra la voluntad) apenas se da ya. En los Estados Unidos, una encuesta entre psiquiatras a finales de los ochenta calculaba que el número de receptores de esta terapia era de cien mil personas al año. ¿Y Roky? El único estado que no suministró información sobre contextos médicos y circunstancias socioeconómicas de los pacientes era precisamente Texas, donde, a mediados de los noventa, se usaba la TEC en un tercio de las clínicas psiquiátricas. Mucho se ha divagado sobre la psicodelia y las, por decirlo con el nombre de un grupo que ahora escucho mucho, las Psychic Ills. El cerebro es, en todo caso, un tema bastante recurrente en la cabeza de Roky. En una entrevista televisada dijo Erikson que en su vida había pasado por tres fases: «Primero, un cristiano; después, un demonio, le vendí mi alma al diablo y, por último, por fin supe quién era: un monstruo, un gremlin, un goblin, un vampiro, un fantasma y un alienígena con el cerebro gigante». —Sí, todo a la vez. «Creature with the atom brain» es también una película de serie B, la dirigió en 1955 Edward L. Cahn, a partir de un guión de Curt Siodmak.
Después viene «The Wind and More», el tema también suena en un momento muy especial del documental de McCalester, en ella se escucha un verso memorable: Goblins and I their unquestioned host/ everything is moving or movable into like and ghosts. Y así seguimos pedaleando llenos de asombro y temblores y si se sigue escuchando The Evil One mientras uno corre, como Erikson, sin moverse del lugar donde nacimos (Texas, la madre…), un viento interior sopla en nuestra cara y Lucifer sustituye a Dios en los papeles que se lleva nuestro aliento y en el siguiente corte no nos extraña, ¡al revés!, el papel central del demonio «Don’t Shake Me Lucifer». Tema rock muy luminoso, como no podría ser de otra forma, dada la experiencia luminosa del ángel caído, criatura bella pero ambiciosa, que en la mitología griega traía la aurora (Eósforo), y en la romana portaba la luz.
De «Bloody Hammer» hay una versión de los Queens of the Stone Age. En «Stand for the Fire Demon» se apunta de nuevo la distinta textura que tienen los ruidos después de que un reloj muy roto se ponga a dar las doce. «Click Your Fingers Applauding the Play» resulta afín al universo de cortinas rojas y enanos narigudos que cantan al revés, de David Lynch: Such clear clear nights and clear days, dice, y la canción asume, en la tradición que va de Calderón de la Barca (El gran teatro del mundo) a Beckett (En attendant Godot), el tono dramático de la vida. La relación con la realidad fue cara a los músicos de San Francisco y en general a los usuarios del LSD, a los experimentados con la epistemología lisérgica del peyote. Si nos alejamos un momento de nuestro disco, podríamos recordar que en la contraportada de The Psychedelic Sounds of the 13th Floor Elevators (International Artist, 1966), quizás el primer disco acid rock de la historia, se puede leer que «la búsqueda de la cordura… forma la base de la canciones de este disco». Bueno, yo también creo que las drogas son un camino estupendo para conocer la realidad, ahora bien, sólo tienes que esperar a que desaparezcan sus efectos…
Erikson era un joven sensible de ojos muy soñadores, de ese tipo de jóvenes sobre los que escribió genialmente Thomas Pynchon, cronista de hippies, soñadores, jóvenes locos y sensibles. «If You Have Ghosts» es un gran ejemplo de la verdad que esconde el dicho: sólo los extraños conocen a los extraños. Y llega «I Walked with a Zombie», mi canción preferida, no sólo del disco. Un tema sabio y el mejor ejemplo de la arquitectura minimalista de R. E. Mucho se podría decir del zombi, ese vampiro proletario. Apuntaré sólo una reflexión que me hago siempre mientras corro: los muertos que regresan a la vida no acuden a los seres con los que convivieron tantos años a darles un abrazo sino a despedazarlos… «No soy yo, es… la radiación» podrían balbucir a modo de excusa innecesaria. «Todo lo sólido se desvanece en el aire… como radiación» añadiría zombi-Marx.
«Night of the Vampire» es una canción poderosa llena de imágenes oscuras y no me explico cómo ninguna película de vampiros la ha incluido en sus títulos al final, ni Afflicted (2013) de Derek Lee, ni Thirst de Park Chan-wook, ni siquiera Lo que hacemos en las sombras, el despiporre neozelandés de Taika Waititi. Tampoco la escucha la chica iraní que vuelve a casa sola por la noche en el film de Ana Lily Amirpour. Desde Carmilla (1872) de Sheridane LeFanu, la novelita fundacional de las vampiras, las vampiras más sexys que recuerdo son las de la Hammer; Sharon Tate al final del baile de Polansky, Belluci en el aburrídisimo film de Coppola, Saoirse Ronan y Gemma Arterton en Byzanthium (Jordan, 2012), aunque confieso que yo pasaría la eternidad, entre libros, sofás y música rock con las vampiras Tilda Swinton y Mia Wasikowska: Solo los amantes sobreviven, (Jarmush, 2013).
Pero estamos divagando. El vampiro de Roky Erickson no es el de Murnau ni el de Terence Fisher. En realidad, Drácula, la estupenda novela de Stoker, es una compilación de todas las historias de vampiros que andaban flotando por ahí desde lo tiempos románticos y debe mucho a la mente del enfermizo Polidori, maquinador de vampiros en la mítica urdimbre a muchas manos de Villa Diodati: la noche más oscura del verano que nunca llegó. Drácula ha transitado todos los tonos de lo fantástico, desde el terror a la soledad. Werner Herzog, mi director de cine preferido, hizo precisamente su película más estética de todas a propósito del vampiro. Su Nosferatu está dotado de sufrimiento humano y soledad, de amor y mortalidad. «En la película de Murnau la criatura es aterradora porque no tiene alma y parece un insecto. Pero el vampiro de Kinski trasunta una verdadera angustia existencial». Es este vampiro el que encuentro más afín al ánimo interno de R. E. He encontrado también por si le interesa al paciente lector de Dirty Rock, otra cita de Herzog donde todo esto de lo que hablamos acaba confluyendo: los monstruos, los vampiros y la soledad del corredor que huía de la música del spinning. Dice Herzog que la novela de Stoker es propia del tiempo aquel donde se introducen nuevas tecnologías y donde se hace patente, en algún tipo de individuo, cierta incomodidad con la sociedad. Las novelas de vampiros abundan en tiempos de inquietud: «en esencia, la historia del vampiro es una historia de soledad. Ahora, más de un siglo después, cuando somos testigos de la explosiva evolución de los medios de comunicación, la obra de Stoker cobra una actualidad pasmosa (…) Creo firmemente, y lo digo con carácter de máxima, que todas estas herramientas que hoy tenemos a nuestra disposición significan que nos encaminamos hacia una era de soledad. La soledad humana aumentará en proporción directa con el rápido crecimiento de las formas de comunicación.»
En efecto, me digo, mientras abro los ojos y ajusto, bastante mareado es la verdad, los cascos donde he colocado ya «It’s a Cold Night for Alligators» y recuerdo que un amigo mío que murió hace poco repetía muchas veces, no sé por qué, que de entre todos los gilipollas del mundo destacaban quienes decían «Hasta luego, cocodrilo». Pero hablábamos de tecnología, de vampiros, comunicación y soledad. Ay, lo que dice Herzog, eso de que la soledad humana aumentará en proporción directa con el rápido crecimiento de las formas de comunicación parece contradictorio (como detestar el deporte y apuntarse a un gimnasio), pero no lo es: una cosa es el aislamiento y otra la soledad. En los films de Herzog a los personajes solitarios que desafían a la naturaleza les ocurre que ésta se vuelve contra ellos. Creo que a Erikson le pasó algo similar con su cordura y el delirio febril de su jungla personal. I´m gonna miss me, too, me digo, parafraseando a Roky, ay, imágenes de The Evil One que le persiguen a uno: la cualidad surreal de las cosas, las elecciones legislativas de 2016 parte II, nubes ominosas corriendo en la estación del espanto, corrupción del cuerpo… político, la selva, los monstruos. El disco ya casi se termina.
Roky aúlla como un lobo poseído en «Mine Mine Mind». De la siguiente canción, «Sputnik», sólo preguntaré al paciente lector que haya llegado hasta aquí, si le parece bien que el hombre enviara a un perro al espacio. Recuerdo que en Sputnik, mi amor, la novelita de Haruki Murakami, había una desesperación circular, la propia de la invencible soledad de los personajes, una soledad esférica semejante a la que debió instalarse en los ojos de Laika, perra destinada a girar su atónita mirada por las distintas perspectivas del espacio y de la Tierra.
¿De qué va «White Faces»? Cuando escucho ese tema, caigo de nuevo en lo mudo que resulta el padre de Erickson, borracho como una piedra. Todo un personaje de Herzog. Caigo en la discordancia del aspecto abandonado de Roky y el cuidado que mantiene en alcanzar todos los tonos, en fin… a mí que busco el contraste entre el horror y las cosas hermosas de la vida, pronto me fascinó de Roky Erickson su voz a la vez dulce y desquiciada. El efecto era inquietante. Diré (porque esta entrada en Dirty Rock se refería a todos los monstruos) que hay monstruos que no aparecen en The Evil One, por ejemplo el hombre lobo. Mis temas preferidos alrededor del imaginario del hombre lobo son «Hey Moon», el himno del músico-filósofo John Maus y el intenso «How to be a Werewolf» de Mogwai.
Roky Erikson comenzó a escuchar voces en la cabeza justo el año en que yo nací. La época de bebé es una experiencia de existencia sin memoria, ese incomodo testigo, ese testigo… aguafiestas. Es por ello que el primer habitante de Una casa holandesa, el volumen de poesía y microrrelatos que saqué con Canibaal, soy yo mismo de bebé, recordando lo mucho que me gustaba pasar las horas muertas fumando desnudo delante de un espejo o debajo de un coche, a medianoche, con otros gatos, compartiendo olor a gravilla, ratones, gasolina y pis.
Sí, estamos acabando ya, ¿hemos dicho algo de los aliens?, ¿del sarcasmo marciano de «Yor´re gonna miss me»?, ¿del alucinógeno, del alienígena y poeta beatnik Tommy Hall? ¿Aliens? Sí, el cantante de Texas reclutó una banda en el psiquiátrico del Ruck State Hospital: Blieb Alien. Yo creo, a este respecto, que la precuela de Alien ofrece una explicación más convincente de nuestra misteriosa naturaleza que las tres religiones monoteístas juntas; además, tengo a Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1978) por una de las mejores películas de la historia del cine. No simpatizo en absoluto con su irregularísimo director, pero como a mucho de nosotros, no comprendo mi propia vida sin Blade Runner, la versión (superadora) de Sueñan las ovejas con androides eléctricos, la citadísima novela de Philip K. Dick. Alien fue más que una película pues ella sola propuso las pautas ficcionales encargadas de estructurar el cine de terror en adelante, desde La cosa (John Carpenter, 1980) hasta el último film de Quentin Tarantino. El caso –creo que esto lo dejamos caer al comenzar– es que el propio Roky Erickson se vio empujado por el gobierno a declararse alien. La policía le había detenido con un porro de marihuana: diez años de electricidad, antipsicóticos y amenazas tejanas en la parte más blanda del cerebro (esa comida para perros, al decir de Kurt Vonnegut) harían a cualquiera firmar cualquier cosa. Entonces, ¿no era Roky un alienígena de verdad? Ya digo que he visto varias veces el documental de McCalester, que he visto decenas de entrevistas de R. E. y creo que la única alienígena fue la madre. Ah, y la enfermera que cuida al autor de «The Wind and More» esa que le susurra al oído no sé qué.
Enfermeras que susurran al oído no sé qué, monstruos, drogas, esquizofrenia, desorden, demasiado desorden, demasiada realidad, demasiada madre pero, en lo que toca a la estrategia a la que aludimos atrás (el talento y la inteligencia de Erikson en relación con ese talento) insistiré ya para acabar en que el gran acierto en la segunda etapa de su carrera fue el juego deliberado con la locura, y, en relación con esto, su regreso calculado. Creo que Erikson era muy consciente de su extraordinario talento con la música, que no padeció sino que disfrutó una enfermedad (Erikson se jactaba de que en el hospital no podían soportarle). Creo que flirteó con la locura, que la instrumentalizó en el sentido más literal del término, creo que fue demasiado lejos y cuando las drogas le mermaron la capacidad de regresar, cuando las drogas le hicieron demasiado lento para escapar de la habitación de los monstruos (o del freak-gym) donde por su propia voluntad había ingresado, la puerta se cerró con él (y todos sus monstruos) dentro. Creo que un día calculó mal, vamos. Creo que le ocurrió aquello que decía Nietzsche sobre los hombres que miran mucho en el interior de los abismos.
Hay emociones muy profundas que nos dejan paralizados y otras que nos empujan a correr. Para correr no hay nada como conectarse a una pesadilla. Sí, The Evil One, transfiere misteriosamente la energía del cantante a nuestro propio cerebro de forma que sin poder escapar del sórdido sillín o de la monótona cinta de correr, el acto de correr adquiere otro sentido, se justifica, por así decir, en la huida de una serie de engendros de esos que anidan en el revoltijo de miedos negros que envuelve el corazón. Nos pasa a todos. La relación del propio Erickson con lo monstruoso tampoco fue nunca coherente ni pacífica. El hombre genial que veía los demonios cruzando por debajo de su puerta («I think of demons») confesó ser él mismo un alienígena pero a mí no se me escapa que el hombre inteligente debe dudar del hombre que reconoce abiertamente venir del espacio exterior. Hay en el pedigrí alienígena (como en todos los pedigries) una forma de presunción. ¿A quién no le gustaría desmarcarse de este mundo de mierda? Poder decir, «yo vengo de otro lugar», como me decían a mí mismo los amigos que bajaban de Jávea a mi playa pequeña pero limpia de Bellreguard. Ay, he estado viendo todos los videos de Erickson, leyendo todas sus entrevistas, releyendo todo lo que se publicó sobre él pero yo que no soy crítico musical, sino que simplemente no sé lo que soy, sólo he querido contarle al apreciado lector de Dirty Rock algo más acerca de los monstruos de Roky Erickson.
Hay quien dice que el spinning es en realidad una máquina telepática, algunos aseguran que si se hace después de la medianoche lleva al grupo entero directo hasta el infierno, otros avisan de que si se pedalea a oscuras veinticuatro horas seguidas se contacta con la novia de ET. Hay gente ciega que niega la existencia de los monstruos, de los demonios, de los genocidios y hasta de todos los sucesos de aniquilamiento que en el mundo han sido. Como si no hubiera acaecido jamás el siglo XX. Al igual que los monstruos, el cielo, los demonios y el infierno existen pero están aquí, el primero era muy hermoso, adquiría de forma natural listados azulinos, tonos añiles, oscuros y verdosos, neblinas misteriosas, disolución del horizonte paralela a la crepitación incipiente de las lluvias, formas maravillosas, presagios de estrellas, aurora boreal. Ahora mismo algunos se enriquecen llenándolo de agujeros. Qué hijos de puta. Luego están todos los que lo quieren mejorar. Y están lo que pactan y están los que se niegan a pactar. En el mundo hay de todo, afortunadamente también monstruos, seres muy singulares que nos dan lúcidas sinrazones para correr más rápido como los que inspiraron The Evil One de Roky Erickson. DEP.