Llegas con tiempo suficiente al lugar donde estamos convocados y del que nadie ha oído hablar nunca, un lugar perdido en la noche entre Alicante y Elche, y te encuentras que allí está ya para recibirnos el mismísimo protagonista de la velada, sentado tranquilamente en una silla con una caja de discos a un lado, los dos últimos de su larga lista, firmando y cobrando los veinte euros y estrechando manos.
Con su camisa estampada de jubilado en vacaciones y su collar de cuentas, nada indicaba que ese anciano aparentemente desembarcado de un crucero y esperando al guía de su grupo se iba a subir al escenario para ofrecer un concierto vibrante de casi dos horas de duración. Salvo que era John Mayall y ya sabías que todo eso iba a suceder, porque así ha venido sucediendo.
Está a punto de cumplir ya ochenta y seis años y derrocha una vitalidad que no se expresa en su cuerpo, cargado de hombros y de movimientos lentos, pero que se desborda en su música y en su talante, ese inequívoco deseo de disfrutar de la compañía y el trabajo de sus músicos, de conectar con el público sin exhibicionismos ni gestos gratuitos, con la sencillez del octogenario que se alegra de visitar a su familia en un cumpleaños, en este caso el suyo, que le ha llevado de gira todos estos meses desde que cumplió ochenta y cinco el pasado mes de noviembre.
Estar frente a él es también sentir el torbellino de la Historia, revivir que de las cuatro paredes de la música de este afable hombre de Cheshire salieron al mundo Eric Clapton, Mick Taylor, Peter Green, Mick Fleetwood, John Mc Vie, Jon Mark y Johnny Almond. Nadie puede igualar eso. Y ahí estaba, con una chica de Texas a su izquierda, Carolyn Wonderland, que sacaba chispas de las cuerdas de su guitarra, cegados los ojos por las llamaradas de su melena roja.
Él la miraba con una leve sonrisa paternal, que es todo lo que un inglés se puede permitir para expresar la emoción que a nosotros nos hacía saltar del asiento. Greg Rzab, al bajo, compartía desde la diestra del padre intenciones y bromas sutiles, y Jay Davenport, con su generosa figura, se fundía extrañamente con el set de batería, del que parecía formar parte. Mayall capitaneaba la nave sobre las olas de su teclado Roland, se desplazaba hacia el Hammond con una simple inclinación de su cuerpo, tomaba si la ocasión se lo pedía su guitarra, nos regalaba aquí y allá un solo de armónica, punteaba la música con su voz inconfundible.
Cuando anunció “California” creímos notar que nuestro propio estremecimiento era el que hacía sonar el teclado, y cuando se arrancó con “Chicago Line” supimos que esa noche tardaríamos en cerrar los ojos, aunque él lo hiciera pronto, cerrara plácidamente los suyos, se arropara en su cama de hotel y siguiera soñando ese blues interminable por el que le estaremos siempre eternamente agradecidos.
Fotos y vídeo por Juan J. Vicedo.