El cumpleaños de Bob Dylan no es una efeméride en los diarios o en los cierres de los informativos de televisión. Es algo más. Sus fieles se han movilizado por todo el mundo para festejarle, como se pueda, que este año se puede poco; pero si algo no le falta a esa gente es imaginación y resistencia a la fatiga, aunque sea fatiga pandémica. A poco que uno rasque encontrará iniciativas por todas partes, algunas cerca de casa, otras lejos. ¿Por qué todo esto? ¿Por qué la manía de celebrar el cumpleaños de este hombre cuando es posible que te preocupes mucho menos de celebrar el tuyo? Quizá la respuesta, si es que existe alguna, esté en el viento, y en el hecho de que nadie como él ha sido capaz de representar una época, de viajar por la cronología de nuestra memoria y por la geografía de un mundo en el que las fronteras iban cayendo. Vivas donde vivas, algún día Dylan cantará en tu ciudad, solíamos decir. Si otros músicos hacen giras mundiales cada cierto tiempo, él está de gira ininterrumpida desde 1989, el “Never Ending Tour”. En los descansos graba nuevos discos. Su arsenal de canciones escapa a toda medida, y todavía hay muchas más, escondidas en cofres secretos, grandiosos descartes que por alguna razón no encontraron su sitio y quedaron atrás y van saliendo en cuentagotas, año tras año. Centenares de canciones, docenas de ellas memorables. Hasta no hace mucho le gustaba cambiar el repertorio cada noche, podía hacerlo. No todos pueden. Así, sin prisas, sin urgencias, fue tocando con dedos invisibles nuestras almas. Nos dijo, cuando apenas era un veinteañero, que los tiempos estaban cambiando, y tenía razón. Tres años después le dio por cambiar la historia de la música, enchufó a la red eléctrica su guitarra y le llamaron traidor. Judas, por más señas. Pero a él no le importó, nunca le ha importado lo que los demás digan o piensen. Bebió de todas las fuentes musicales y en los años en que abrazó la fe cristiana se negó a cantar canciones que no hablaran de Dios. Le volvieron a llamar traidor, pero esos tres discos impregnados de religión en cada surco están entre lo más grande que ha hecho. Todos los que le negaron alguna vez volvieron a él. Se equivocó algunas veces, pero tarde o temprano acaban gustándonos hasta sus errores.
Dylan siempre nos salva. En nuestros malos momentos, en los días grises, nos da cobijo en la tormenta. Cuando estábamos encerrados en nuestras casas, en marzo del año pasado, nos regaló una nueva canción, no cualquier canción. Duraba casi diecisiete minutos. En abril llegó otra, que empezaba con versos que decían: hoy y mañana, y también ayer / están muriendo las flores como todo muere. Precisamente en esos días los hospitales y las morgues estaban llenas. Dylan había visto el presente cuando solo era futuro. En sus canciones el tiempo es flexible, puedes vivir el pasado antes de que suceda y olvidar el porvenir. Cuando era joven era más viejo que ahora que tiene ochenta años. Ha alcanzado una estatura mítica y lo sabe. “Contengo multitudes” dice, equiparándose al gran poeta americano, Walt Whitman. “Nací en el lado equivocado de las vías de tren, como Kerouac, Corso y Ginsberg”, canta, hermanándose con los escritores de la generación beat cuyos libros leyó cuando nadie le conocía, cantante folk en bares del Village neoyorquino. Ese chico judío hoy es Nobel de literatura: se lo dieron, lo agradeció y no fue a recogerlo. Nadie esperaba que fuera, hicimos chistes sobre ello. Eso también nos gusta, que es libre, que no le atan los honores, ni los busca. Nada le encadena, ni siquiera sus propias canciones. Cada vez que las canta son distintas, pasan los años y no significan lo mismo, pero siguen siendo hermosas, torrenciales, inalcanzables. Y aunque las han cantado multitud de artistas renombrados, nadie las canta como él.
Dylan, que nunca se detiene en su peregrinar, sin embargo ha dado señales en el último año de empezar a percibir su alargada sombra. Ha mirado atrás, se ha visto a sí mismo recorriendo todos los caminos. Su último disco, “Rough and Rowdy Ways”, [caminos ásperos y ruidosos], es quizá el más personal de todos. “Estoy volviendo lentamente a casa”, se confiesa en una de las canciones, “Mother of Muses”. Dylan reconoce su edad, sabe que más temprano que tarde llamará a las puertas del Cielo. Pudiera esta última colección de canciones ser su testamento, el que nunca había escrito. Seguramente volverá a la carretera, no puede dejar de hacerlo, pero cuando él no esté habrá llegado el fin de una época. En esa larga canción que nos regaló hace poco más de un año, “Murder Most Foul”, nos recuerda que el asesinato de Kennedy sucedió ante los ojos de todos. Ese fue el principio: todo sucede desde entonces al mismo tiempo que lo vemos, la llegada del hombre a la Luna, Vietnam, el último muerto en el Himalaya.
Esa época que vio a los Beatles y enterró imperios llega a su fin, con él, con nosotros. El intento de unir alta y baja cultura, esa mancha en manteles blancos que supuso su Nobel, quedará olvidado. Música, literatura, cine, todas las artes sucumbirán al mandato del entretenimiento y el negocio. Las masas anularán a los individuos, y décadas de transformación silenciosa de las costumbres quedarán sepultadas por escombreras de vulgaridad. Quizá por eso, mientras él siga cumpliendo años y escribiendo canciones, podemos sentir el lento fogonazo de tantas cosas que vienen sucediendo desde que dejó su Minnesota natal. Mientras haya un cumpleaños de Bob Dylan que celebrar, seguirá siendo buen momento para recordar ese viaje que hemos hecho por la vida y en el que él siempre nos ha acompañado.
Por Juan J. Vicedo. Publicado originalmente en el Diario INFORMACIÓN de Alicante (23/5/21)