Dirty Rock entrevista a Antonio Hernando tras la salida de su nuevo disco: La Liturgia Eléctrica. El álbum demuestra devoción por los clásicos de los años setenta y exhibe una cuidada producción, con coros de primer nivel y un sonido espléndido que arropa letras repletas de contenido.
Antonio Hernando no ha parado ni un instante desde su disco El Viaje Infinito, lanzado hace dos años. Tras una entrega con versiones de clásicos y un álbum en directo grabado en la madrileña sala Clamores, su hiperproductividad ha dado a luz esta flamante La Liturgia Eléctrica. Por si fuera poco, mantiene un programa de radio, La Hora de la Aguja, donde da rienda suelta a sus pasiones melómanas.
A diferencia de otros lanzamientos coetáneos, explica Hernando que La Liturgia Eléctrica “es prepandemia. Empecé a componerla en ratos de gira de El Viaje Infinito. Comencé a componer canciones por la onda clásica, Dylan, Young y demás. Empezaron a salir por ahí las canciones. La idea era grabar en semana santa del año anterior, vino la pandemia y lo primero que pensé es que muchas de las canciones se podían malinterpretar. Los muertos vivientes, las cuatro paredes del cuarto, había muchas cosas que tenían otra lectura con la pandemia. En El Aguacero hay algunos versos nuevos sobre la cultura y sobre que el artista se ha vuelto dócil, algo que pienso desde hace mucho tiempo”.
Los confinamientos fueron un golpe duro, reflexiona el músico. “Fue un jarro de agua fría. Saber que no se puede tocar ni viajar. Adiós al ritmo de vida, autobús, coche o lo que sea, ir rodando las canciones y tocar en distintos escenarios para distintas personas. Eso fue devastador, la verdad. He intentado inventarme cosas. Por ejemplo, sacar el disco de versiones (Entre Bleecker y Bourbon Street, en junio de 2020), rescatar el directo (El Cabaret de Aulladores Licántropos, un concierto en la sala Clamores, publicado en enero de 2021)…”, resume. Pero el plato fuerte llega ahora: un trabajo acentuado por la remasterización analógica: “Ese énfasis se debe a que yo tenía muy claro que todo lo que estaba componiendo era un homenaje a ese sonido de los sesenta y setenta, a esos clásicos que sigo escuchando a día de hoy. Quería hacerlo igual que ellos en todo el proceso. Que fuera algo fresco, con todo el equipo que hemos usado de los sesenta y setenta. Los micros, los amplis, los instrumentos, todo. Entonces la opción de que se masterizara por cinta y que el soporte fuera en vinilo, era buscar la experiencia completa al final. El disco es una reivindicación del rock y de esa época, como la verdad absoluta. La tecnología está muy bien y ayuda en muchas cosas, pero creo que estamos perdiendo el rumbo”.
La Liturgia Eléctrica se grabó en septiembre del año pasado, en dos sesiones de cuatro días cada una, con una semana entre ambas. Fue una grabación muy rápida. Primero fue la guía y, luego, la batería, bajos, eléctrica, Hammond, coros, vientos, voces… “Me centré en varios discos con esa sección tan potente de coros. Joe Cocker, Leon Russell, Nick Cave que lleva grandes coristas de góspel. Intento que los discos sean conceptuales. Cuando tengo tres o cuatro temas, intento que los otros siete vayan por ahí, pero me ha pasado siempre. A mí me gusta hacer discos. No EPS ni singles. Me pienso mucho el orden y me pienso mucho que estén relacionados entre sí. Y efectivamente bastantes letras están vinculadas con el optimismo musical, pero con crítica al momento que se está viviendo”, señala.
Respecto al nombre de la criatura, “pasé bastante tiempo buscando el título. Tenía claro que debía llamarlo con la palabra eléctrico por mi cambio hacia ese sonido. También quería que se aunara ese sentido góspel, muy presente al principio. Es como el propio ritual que hago cada mañana, cuando me levanto, antes que nada, pongo el vinilo, se degusta y al final es una liturgia, al cien por cien, una cierta veneración que es a lo que quería rendir culto, a mis propios santos: Doctor John, Young y Dylan y Waits y Lou Reed y los Rolling Stones y …”.
A estas influencias cruzadas de músicos y escritores, el artista aporta gran riqueza en ideas y en léxico. Dispone de muchos matices en las expresiones y frases que podrían ser canciones. Las letras las pule a tope y ha congregado en torno suyo a un equipo de primera. “Miguel Herrero oficia de hombre orquesta (baterías, bajos, pianos, vientos y por encima de todo trompeta, un vishnu con mil brazos); Pedro Luis Álvarez se ocupa de la mezcla y masterización, Dani Herrero del saxo, y las Tipitinas (Meri Moon, Laura Chicón y Aurora García) brillan con su conjunción en los coros.
Un repaso al disco comienza con las urgencias, impaciencias, nervios y tormenta eléctrica que desata el primer corte, La Noche Oscura. La letra dice: “Quiero cargarme a ese gurú que marchitó todos mis sueños / Y los dejó en decrepitud como la honra en un gobierno”. Y añade: “Cualquier poder, al final, se corrompe. Hay miles de gurúes”. Toda una declaración de principios para sostener esos sonidos tribales, ritmos primitivos y cuerdas electrizantes. Todo puede pasar. Matar a los ídolos no deja de ser una liturgia como otra cualquiera. Bajo intenso, percusión contenida, desasosiego del bueno: “Se ve mucho zombi, mucho borreguismo, esa gente en el bar mirando todos a la pantalla, ir en metro y no ver ni un libro, una sociedad muy adormecida. Aunque parezca que tenemos todo al alcance de la mano y al final se sigue la senda del perdedor”.
Perdido es la segunda canción. Da un giro al dial y entra en longitud de onda mucho más acústica, con colchón de piano Wurlitzer, de 1976, restaurado por Miguel Herrero, poseedor de un santuario de antigüedades sonoras. “Toda persona con sensibilidad se siente alguna vez, demasiadas, en casos de alta vulnerabilidad. Estaba leyendo a Pessoa en ese momento y me gustaron un par de versos”, señala Hernando. Piensa que es una canción sobre la vulnerabilidad: “Crees que has experimentado todo, que tienes muchas experiencias, que tienes madurez y puedes enfrentarte a lo que te venga, y siempre aparece algo inesperado. La vida al final siempre te está “retando”.
El Aguacero vuelve a sonidos más contundentes. Se apoya en un texto más profundo de lo que parece en defensa de la cultura. Se apoya en bromas sobre la invasión terminológica que nos ahoga en tiempos digitales. Alude a la desinformación y al chaparrón de falsedades que cae sobre todo mortal. La composición da giros y requiebros hasta comenzar una galopada hacia el final, clavando las espuelas guitarreras, con el tema desbocado hasta el chirrido postrero. “El esqueleto fue anterior a la pandemia, pero la rematé a la vuelta. Teníamos claro que queríamos ese rollo Crazy Horse y Neil Young, tirando al ruidismo. Una sensación muy machacona y con mucha fuerza”.
Santos y Sicarios es ruidosa, pura algarabía, vientos saltarines y teclas picantes. Parece proceder de una bronca bien resuelta. Exhibe una estructura waitsiana que arrastra, cercana a Raindogs. “Es algo así como que hemos tenido un pequeño bache, pero yo sigo aquí. Estaba escuchando a Elvis Costello en ese momento, pero hay acordes y armonías de Waits, realzado con ese swing de los vientos”, sintetiza.
Como los Demás suena envolvente. Una exquisitez el juego de guitarra y voces. Potencia, seguridad. De lo mejor. “Es la última que escribí y, a priori, no iba a entrar”. El mensaje está lejos de los Kinks. “La compuse acústica, pero pedía soul, pedía Hammond”, rememora.
Una cumbre del disco es Meri Moon. Pura fiesta, coros deliciosos y gozo. Es la pieza stoniana por excelencia, muy Burning con guiño a Pepe Risi, y muy Kinks también. Una pasada para su pareja tras cuatro años y un día de convivencia, envidiable condena amorosa. Meri Moon es precisamente una de las tres coristas. El saxo del final busca la saturación, con ADN inspirado en Bobby Keys, por encima del todo. Además hay guiños a Ringo o a Lou Reed.
A la Manera de Arturo Bandini es “un homenaje a los músicos, a su lucha. Era el personaje perfecto como antihéroe, porque es el alter ego de John Fante, de sus primeras novelas”. Este escritor estadounidense publicó Ask the Dust en 1939, ambientada en tiempos de la Gran Depresión. “Este hombre quería vender guiones y era un homenaje a su forma de luchar. Al final no lo conseguía”, explica. “Subyace cuando toqué en Nueva York, en el Bitter End. Es una invitación a no tirar la toalla”. Sí, habéis leído bien: el Bitter End. Armónica para abrir y para cerrar. Los reveses de los músicos y artistas en general conforman parte del camino. Las paredes y rejas, la entrega total a la obra, el parné, la dureza y belleza moral de quien opta por jugársela en el mundo del arte. Los vientos mandan. La actitud de la canción es autobiográfica, porque “lamentablemente entre mis compañeros hemos visto a muchos que lo han dejado en el camino. Pocos supervivientes”.
Elvis ha abandonado el Edificio es un guiño rockero. “Ya se sabe, si Elvis ha abandonado el edifico, ya está todo perdido. Es una letra pesimista, porque dibujo una sociedad muy extrema, muy límite. Encontré la expresión en una novela de Elliott Murphy, Tramps. Al lado del prólogo, en la dedicatoria pone Elvis has left the building”, dice Hernando. Reivindica en ella algunos valores antiguos, “sin perder la esencia ni la dureza de las cosas”. Bajo una percusión sugerente, gira en torno a una frase que a menudo era usada por los locutores después de los conciertos del Rey del Rock, con el fin de disuadir a la gente que esperaba encontrarse con él. Desde entonces se ha convertido en una frase recurrente de la cultura pop. Lleva incorporado un punteo fantástico, con ecos de Tarantino.
Entre el Polvo y Mi Ataúd es la más extensa entre la colección de canciones. Solemne. Confesiones en primera persona, un rito como otro cualquiera. “Salió al mismo tiempo que Santos y Sicario. Si has visto I´m Not There, sobre Dylan, en el pueblo de forajidos, como de otro tiempo, en otro siglo, hay un entierro de una niña y se canta Going to Acapulco, de Jim James, y por alguna extraña razón situé la canción ahí, como una carta de despedida”. El productor, Miguel, le decía: “Te meto un Garth Hudson, una ráfaga. Al final entra bastante sintetizador. Son lo que llamamos los arreglitos Garth Hudson”.
Bye, Doctor se asoma a Louisiana, a Nueva Orleans. Suena a juerga. Y con “ultimo vals”, tipitina, such a night, Katrina, bourbon Street, Doctor John, todos los símbolos, toda la liturgia que anuncia el título del álbum, recuerda a Preservation Hall. Ese homenaje a Mac Rebennack resulta conmovedor. “La idea era una fiesta a lo Nueva Orleans, un funeral optimista y alegre para el personaje quizá más importante de la ciudad, con permiso de 20.000 más. Es un personaje que siempre me ha atrapado. Desde el chamán loco del primer disco hasta el rollo festivo. Había muchos doctores John. La compuse antes de que muriera, como homenaje. A quien le guste el Doctor entenderá cada verso”, asegura.
El cierre se titula El Triunfo del Predicador. Acústica y armónica abren el cauce por donde se adentra una melodía íntima hasta romper con sus propias reglas. Despierta, despierta, despiertaaaaa. Coros potentes, en plan Mad Dogs. Todos los mitos y ritos parecen confluir en esa orden, súplica, instrucción, “Una generación sale en la esquela del diario, la musa se perdió, los buenos discos cumplen años, ganó el predicador, se quedó el poeta en blanco, se escucha ya el temblor por maquillar tanto el engaño”. Todo un mitin. Y luego un llamamiento a unirse a un inadaptado, en plan predicador. Está escrito antes de la pandemia. “Es un epílogo. Sabía al escribirla que sería la última, y eso condiciona. Quería un protagonismo de los coros. Creo que es la más góspel, con diferencia, muy Harlem. Si al principio están los muertos vivientes, al final es como cerrar el círculo con “¡Despierta!”.
Texto: Miguel López
Fotos: Isabela Roldán.