El escritor Juan J. Vicedo acaba de publicar su libro más personal y literario: Siluetas y Sombras, David Bowie (Sílex Música). El autor ya había ofrecido sobradas muestras de talento en el arte de juntar letras en sus crónicas para Dirty Rock y en sus biografías de Bob Dylan, Patti Smith, Kate Bush o Jarvis Cocker/Richard Hawley/Pulp. Ahora pega un volantazo a su estilo y roza el milagro: engaña al camaleón.
Cinco años después del adiós de David Bowie (1947-2016), el lado poético de Vicedo toma los mandos en la misión ciclópea de cercar a una de las más escurridizas identidades que el pop/rock/glam ha parido. El nuevo libro no encaja exactamente en la categoría de biografía clásica al uso. Se trata en realidad de un alarde literario que efectivamente gira en torno a la vida del protagonista, pero que, por ejemplo, no revela la fecha de nacimiento de la movediza figura hasta la página 84. Para conocer las andanzas juveniles de Bowie hay que esperar al quinto bloque de la obra (Bromley, Años Cincuenta), pasado el ecuador de las 402 páginas que se ofrecen al lector. En otras palabras, para adentrarse en Siluetas y Sombras es preciso haber aprobado los exámenes de ingreso (cosas de profesores) y conocer previamente las claves biográficas de un Duque Camaleónico, Lunático y ZiggyStardustiano que burla en perenne zigzag todo intento de captura.
A este libro hay que llegar con las lecciones básicas aprendidas, pero no desde una óptica elitista. El acercamiento ha de ser emocional en mayor medida que como meta divulgadora. La escritura lo facilita, por la belleza de conjunto y la hermosura de muchas sentencias que obligan a detener la lectura con una media sonrisa ante la capacidad narrativa. Que esa armonía en la disposición de las palabras sea un obstáculo es lo mejor que se puede decir de un libro tan arriesgado, valiente y confesional. La idea es perfecta: experimentar para hablar de un experimentador.
Bowie es una de las escasas figuras históricas que atraviesa en primera línea las etapas más vibrantes de la revolución sonora que estalló en los años sesenta del siglo pasado. Resulta casi inabarcable: compositor, productor, actor, diseñador, astronauta en el espacio musical inexplorado… Para dificultar aún más el retrato robot, el presunto británico universal mantiene un pie en varios rincones de un planeta que se le queda pequeño muy pronto, como evidencia su cancionero. Cuando la Luna le parecía demasiado cercana, daba un salto a Marte y por el camino mudaba de piel. Sus profesores vieron antes que nadie que ese muchacho tenía más de extraterrestre que de londinense. Su territorio era ya todo el planeta y pronto el traje terrícola le queda estrecho.
Vicedo opta por centrarse en lo más difuso para concretar al personaje: las siluetas y las sombras, desde donde se llega al “mensaje cifrado que sigue estando ahí, escondido a medias y a medias revelado, tanto como él quiso decir y dejar de decir”. Así convierte al biografiado en personaje a su merced, en una especie de espejo literario con el que recrea grandes momentos de la epopeya rock que escribió esta rareza mutante con nombre de cuchillo (más americano que albaceteño). El autor está fascinado por la capacidad de cambio del músico, probablemente porque existen pocas cosas más humanas que la pulsión autodestructiva para renacer. Muchos artistas modifican su estilo a la fuerza para encontrar el éxito, siempre al compás de modas, pero los cambios de Bowie aspiran a que el artista se encuentre a sí mismo y explorar dimensiones ignotas de la vida entendida como riesgo perpetuo. La influencia teatral también empuja en la misma dirección voluble, con referencias obligadas a Lindsay Kemp, entre otros muchos.
Los ingredientes que se combinan en el libro se entrecruzan en una descripción que abarca ambigüedad, sexo, drogas, Nueva York, moda, Berlín, coqueteos con la imaginería nazi, huidas, zozobra, locura o pérdidas. Esos horizontes se salpimentan con una apabullante cantidad de referencias culturales: poetas, películas, filósofos, ilustradores, músicos, libros, fotógrafos, realizadores… Y todo al servicio del tránsito que lleva desde sentir el poder de la música sobre él hasta utilizar el poder musical sobre su público.
No se sabe si tanto trasiego se lo inocula su hermano (extraviado en laberintos mentales) al recomendarle On the Road, de Kerouac. Y hablando de hermanos, las ilustraciones en el libro (obras de Ismael) apuntan en la misma dirección mediante trazos caleidoscópicos que abrigan el relato desde la portada y la contra, como los viejos retratistas de un juicio penal en los tiempos en que no se podía fotografiar en las salas de justicia.
Aquí van algunas frases de entre todas las que han quedado subrayadas: “Hay lugares en los que su homosexualidad declarada o simplemente su aspecto andrógino bastarían para poner su nombre en una bala y esa bala en su sien”; “Bowie se ha transformado en Ziggy Stardust y este en Aladdin Sane. No queda ni rastro de David Jones, ese chico de Bromley, y el rayo es una metáfora de la esquizofrenia que se reproduce también en el doble significado de su doble identidad”; “Un suicida del rock and roll”; “La crisálida contiene una nueva forma todavía por descubrir”; “Bowie, el vampiro de sueños, se rinde y le ofrece su yugular”; “Nunca olvides que el futuro no es nuestro, que somos los muertos y vivimos para que otros encuentren la salida”; “La fascinación, ese maravilloso catalizador, está siempre en la misma habitación que Bowie”; “Bowie está separándose peligrosamente del mundo, lo mira desde lo alto y desde fuera”; “Bowie dice la verdad cuando miente y miente cuando es sincero”; “Mira glacialmente a un público que es una suma de muchos ningunos”, o “Bowie siempre es otra persona. Bowie siempre está jugando con el tiempo, con la eternidad. Lo hará hasta el final de sus días”. Tal vez este batiburrillo de sentencias poco estructurado, tirando a azaroso, dará una idea del valor de la escritura en este libro.
También menudean los saltos de tiempo, con retrocesos y saltos hacia delante, mientras los diálogos imaginados albergan grandes cargas de verosimilitud. En parte, se debe a la generosa y precisa traducción de fragmentos de letras a lo largo de los capítulos. Es por tanto, como ya se ha dicho, un acercamiento literario, pero quien desee datos concretos de las canciones (lo más importante para cualquier músico) los tiene concentrados en la parte final, un cuarto del libro. Lo hay para dar y tomar.
Otro de los grandes méritos del trabajo es que el lector se sumerge en un espejismo: el propio Bowie parece relatar su vida. El autor dispone las siluetas y sombras de tal forma que esa mentira consigue acercarse a la verdad última de un poliedro cambiante. Por eso es una gozada para cualquier melómano sentarse con John Lennon o Brian Eno y conversar con ellos de tú a tú. O compartir el momento en que Bowie birla a Frank Zappa al gran Adrian Belew Estos episodios están narrados con tal fuerza que uno se siente como la vieja del visillo, cotilleando lo que pasó en tales momentos. El lector piensa que realmente está compartiendo momentos íntimos del biografiado con toda verosimilitud, como si se despierta uno abruptamente de un sueño tan vívido que la conciencia tarda unos segundos en aceptar la realidad. La sabia combinación de datos reales y ficción obra el feliz espejismo.
En definitiva, las reencarnaciones que experimentó durante su azarosa existencia un personaje así requiere un libro tal que así. Tanto en el prólogo como en el epílogo (Rafa Cervera y Javier de Diego, respectivamente) se ahonda en este concepto, porque, como apuntaba Oliver Stone en su JFK, la vida de Bowie es “un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”. O sea, las claves están entre siluetas y sombras, la tienda de juguetes de los camaleones.