Escribió Fernando Navarro un día que el rock es un modo de resistencia. Una definición que encaja con el planteamiento del Madrid Sonora, que el sábado 29 de enero del tercer año de la desgracia celebró su primera edición. Y digo bien, porque fue una auténtica celebración y, también, un grito de vida y de resistencia. A riesgo de entontecer definitivamente por las restricciones pandémicas, la desinformación, el festival de Benidorm, el mainstream, la apropiación cultural y la abolición de la historia, el rock resiste y nosotros con él. David Aldave, una de las voces cantantes de The Flamingos Bite, tuvo el atrevimiento y la generosidad de reunir a cuatro bandas nacionales, de las que no tienen cabida en los grandes festivales, de las que venden sus discos en cada concierto, de las que conocen la maldición de la carretera y el calor de los bares, y durante cinco horas la sala Moby Dick fue un lugar para soñar con ese futuro huidizo en el que sin embargo seguimos creyendo. Había ganas de subir al escenario, se notaba en los músicos y en el vendaval de sonido que partía de él, y muchas ganas también de estar abajo, de dejarse arrasar por la música. Huérfanos de conciertos, en una época que las bandas foráneas juegan a programar y cancelar y nunca vienen, los de aquí se lanzaron de cabeza a la comunión con los fieles.
Abrió la liturgia Pablo Solo, un nombre artístico que lo dice todo, aunque esta vez viniera acompañado de Fernando Bolado, bajista con el que coincidió años atrás en The Puzzles. Para los que crecimos musicalmente en los setenta ser multinstrumentista es algo que automáticamente nos lleva a Mike Oldfield. Pablo no usa campanas tubulares, al menos de momento, y en los conciertos hace magia con sonidos pregrabados y sobre todo con su voz prodigiosa, un torrente que es capaz de erizar vellos y hacer temblar la espuma de la cerveza que te moja los labios. Vino hace algún tiempo a Madrid desde Cantabria, pero en su voz y en su música hay ríos que son el Mersey y el Támesis, aguas que tienen reflejos de pop y de psicodelia, bucles hipnóticos y descargas brillantes. “Jerome”, de su disco Alondras, que ya no es el último, es una puerta al infinito. Apartado en una esquina de la escena, envuelto en luces veladas de niebla y humo, renunciando de antemano al protagonismo de la primera línea, Pablo Solo, a solas consigo y con su alma inquieta, nos ofreció un repertorio sugerente, llenó de calidez la primera hora de la noche y se retiró, tímido y feliz, un gigante que sale de las sombras.
Junior Mackenzie es, no me canso de decirlo, una de las propuestas más atractivas del panorama español. Juan Fortea es capaz de hacer feliz a quien le escucha, con su aire de Jesús de las colinas te hechiza y te zarandea, te hace preguntarte por qué no habías oído hablar de él antes, te encoge el corazón con sus canciones y te recuerda también que las guitarras eléctricas vinieron para quedarse, que el rock no es viejo ni se muere. En la Moby Dick apostó por el vértigo y los vatios, por la energía que desborda en noches de furia, y con “Bird with No Feathers”, deslumbrante canción de su reciente disco Now that We Are Dead, voló muy alto.
Tenía poco tiempo y solo se dio pausa para regalar ese misterio del gozo que es “Sunny Days”, aunque muchos no lo disfrutaron porque estaban hablando en la barra. Da igual, porque a ti que le escuchas basta que te alcance la primera nota el oído para que circule por todo tu ser hasta que acaba. Venidos de tierras valencianas para estremecer, Junior Mackenzie dejaron su sello de apasionada entrega, de melodías primorosas y descensos sin freno desde ese indómito reino interior donde su sonido nace. Era la mitad de la noche y se veía que la marea iba a subir.
Pisaron la escena The Flamingos Bite y la gente llegó en oleadas a ocupar espacios que en pocos minutos dejaron de existir. Ya no cabía nadie más. No habían empezado todavía y la electricidad se percibía en el temblor que ensanchaba los rostros y hacía brillar los ojos. Y estalló la tormenta, una avalancha que levantó los cuerpos y los hizo bailar, un mar de sonido que tenía la fuerza imparable del rock cuando crees en lo que haces.
Parecen una cuadrilla de amigos de los tiempos del instituto, o vecinos de la urbanización en la que pasan las vacaciones de verano que se juntan para pasar el tiempo tocando algo, esta canción tú, esta yo. Pero con esa pinta de aquí estamos y nos gusta esto de que vengáis a vernos, esa misma con la que las bandas de hípster-pop tienen ticket en todos los festivales, ellos hacen música con mayúsculas, canciones vibrantes, pegadizas, directas y construidas con mimo, entregadas para ser disfrutadas. De eso se trata. Emocionaron con “Mourning” y se divirtieron con “When She Goes Down”. No hicieron prisioneros, alternaron voces solistas, desparramaron solos de guitarra, y dejaron heridas abiertas que se curan escuchando las exquisitas melodías del disco que presentaban, Big Little Town.
Paul Zinnard fue el último en salir, con un disco todavía caliente, Trance, de 2021. Tiene este hombre un poder taumatúrgico que no acierto a describir, que me hace volver a sus canciones como pocos consiguen. Sus discos son una maravilla, pero no estaba preparado yo para su directo, para asimilar lo que sucedió en el escenario de la Moby Dick. Empezó tranquilo, calentando la voz, situándose en la bruma azul de los focos, pero solo fue una ilusión, porque ya en la segunda canción, esa “Into Your Room” a la que nada ni nadie puede resistirse, Carlos Oliver apretó el acelerador y desde entonces apenas levantó el pie, convirtió su cancionero en un torbellino imparable de emociones, instauró una cadencia con la que era imposible no sentir el abandono en brazos de la música y de las historias que cuenta. Fue fácil dejarse arrastrar, perderse en los sutiles quiebros de su voz que se adentran en paisajes luminosos, esos lugares que ocultan una melancolía que, aunque fuera solo esta vez, se quedó colgada en alguna percha de un armario, lejos de nosotros, que solo queríamos ser felices y lo fuimos, resistir al presente y resistimos. Cuando se bajó del escenario éramos ya otros que nos recordábamos a nosotros mismos, a los que fuimos no hace tanto tiempo y queremos seguir siendo.
Hubo mucho talento, mucha entrega y mucha vida en el Madrid Sonora. Brindemos por lo que nos ha traído y brindemos también por el futuro.
Escrito por Juan J. Vicedo con fotos y video de Ana Hortelano