Nunca olvidaré la primera vez que vi a Malcolm Scarpa (1959-2022) sobre un escenario. Fue en 1979, en el Parque de Calero. Daba un mitin allí un viejo profesor llamado Tierno Galván, en plena campaña de las primeras elecciones municipales tras la muerte del dictador, y varios músicos calentaban el ambiente antes del discurso. La línea musical rozaba lo insulso, hasta que apareció el monstruo de Pueblo Nuevo. Scarpa salió con su acústica, a pelo, y se puso a gritar como poseído: “Amoniaco, amoniacooooo, eres el medio de suicidioooo más baratooooo… Amoniaco, amoniacooooo, eres el medio de suicidioooo más baratooooo”. Percibí cierta incomodidad entre el respetable, personas que quizá añoraban en ese momento un estribillo politizado, pero a mí me sonó a pura energía musical desbocada, quizá más cerca del punk que de otra cosa. Esa extraña sensación de habitar en una órbita tan propia como ajena a las corrientes dominantes le acompañó toda su vida.
La palabra genio se lee con frecuencia en los comentarios que salpican las redes sociales al definirle ahora que ya no está con nosotros. Sí, genio. Un genio de aquí y, por desgracia, ya no de ahora, ya de ayer o de siempre. “Genio distraído”, precisa Luis Lapuente en su magnífico obituario. También. Ese despiste para las necesidades humanas era probablemente un ingrediente fundamental para alcanzar una grandeza musical y sensibilidad creativa fuera de lo común. Esa distracción, no obstante, estaba en las antípodas del desinterés o la desidia. Era una enciclopedia musical con patas. Lo sabía todo sobre todo lo que tenga que ver con la música. También le fascinaban los saberes extraños. Me contó que había estudiado el origen de los nombres del barrio de Pueblo Nuevo en un libro. Aún sigo consternado por el impacto al decirme que la calle Sambara era en realidad la calle Sámbara, con esdrújula. Nunca jamás había oído a nadie del barrio llamar así a esa cercana calle con resonancias espirituales ¡¡Y era verdad!!
Aproveché su dominio del tema para preguntar por el origen de la calle donde he vivido siempre, Elías Dupuy o Elyas Dupuig o Elías Dupuis o… Nunca he sabido siquiera cómo se llama en realidad la calle de mi infancia y juventud, apenas a un centenar de metros del hogar eterno de Scarpa. Me volvió a mirar de arriba abajo y me soltó: “¿Por qué crees que había comprado ese libro? Para buscar esa calle”. “¿Y qué ponía?”, insistí. “Es la única que no sale en el libro, pero seguiré buscando”.
Comenzó a sacar sus primeros discos hace tres décadas. En 1991, sale Doin´ Our Kind, con Ñaco Goñi y los Jokers, a medio camino entre el blues y la experimentación. En 1993, aparece el disco homónimo Malcolm Scarpa, en cuya portada aparece la tómbola familiar (su madre falleció recientemente también) y donde incluye las letras mezcladas con comentarios propios, un guiño literario al que dio rienda suelta en su fabuloso libro Qué Te Debo José? (2001). En los últimos encuentros que mantuvimos con Ana Hortelano nos dijo que había terminado otro libro. Le pregunté: “¿No será tan bueno como Qué Te Debo José?”. Y con una media sonrisa musitó: “No. Es mejor”. Ese tesoro está en algún cajón ahora y probablemente sea otra muestra descomunal de su talento.
El disco del que Scarpa estaba más orgulloso era My Devotion (1994), pero brillan todos: Malcolm Scarpa Trio: The Road of Life Alone (1995); Disco 33 1/3 Microsillons (1996); el mini CD This Time (1996); Malcolm Scarpa & Ñaco Goñi. Berriz Blues Sessions (1997); Mamá es Boba (1998), banda sonora de la película del mismo nombre realizada por Santiago Lorenzo; Jaimita… Songs of Tragedy And Grotesque (2000), o el más reciente Something Like That (2015), donde muestra la huella musical recibida de los Kinks (“Sí, los Kinks es el mejor grupo que hay. Pero de largo. No hay nadie como los Kinks. El mejor grupo”). También hay dos recopilatorios que salieron en 2001: 1993-Echoes of an era-1996 y Ñaco Goñi & Malcolm Scarpa 1980-2000, de gran valor. Su discografía muestra una libertad salvaje en busca de los abismos interiores, capaz de autodestruirse constantemente para encontrar a la fuerza otro sendero y redefinirse. La última tarde que nos vimos hacía un tiempo incierto, con nubes y claros. Fue junto a su casa, porque andaba muy flojo. De pronto, el sol salió con decisión y nos iluminó. Empecé a cantar como en plena iluminación el I Saw the Light, de Hank Williams. Malcolm se unió de inmediato, haciendo voces, y disfrutamos un rato del clásico mientras jugábamos con la luz. Ahora sabemos que esa luz que nos ha dado Malcolm en forma musical nunca se apagará. No more darkness no more night…
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Texto de Miguel López y foto de Ana Hortelano