La Marina Alta era, antes del nacimiento del rock, tierra de agricultores y de barcas de pesca. Nadie hablaba inglés y no muchos usaban el castellano a diario. La música se vivía en los pueblos a través de las bandas y agrupaciones musicales. Así que no extrañó a nadie que la sección de metales de The Soulomonics se presentase con indumentaria más propia de la banda de su pueblo.
Si eso casaba o no con el espíritu del lugar, el Fillmore Huertano, templo del blues y del country y de otras cosas más, estaba por ver. Al frente de los músicos, vestidos con camisa blanca, chaleco negro y corbata, el cantante, con su chaqueta de cuero café con leche y sus pantalones de color rojo, establecía una imposible conexión con Harlem.
Los primeros minutos bastaron para despejar la incógnita: la noche nos llevaba en volandas al reino del soul y del funky, en un remolino de metales y punteos de guitarra que se estrellaban en la trepidación del bajo, en el fraseo de la voz y el alarido que salía de esa misma garganta. Versiones de clásicos tratando de liberarse del corsé del original alternaron con canciones escritas en el Mediterráneo que sonaban como si hubiesen sido paridas en las aguas del Mississippi. El hombre de la chaqueta marrón te guiñaba el ojo en cada pausa y a veces se olvidaba de James Brown y te hablaba como lo habría hecho Joan Monleón. Le faltaba la chaqueta de brillos, che nano.
Valencia está peligrosamente cerca de Denia, y al final acabamos cantando y bailando aquello de Nino Bravo que dice que con el último beso sé que esperarás mi regreso. Entre medias habían soltado amarras y movido a la parroquia con ráfagas de música caliente, en una tarde que no se sabía si era de invierno o de primavera, en la huerta eldense. Se despidieron recordando a la Credence con “Rolling on the river”, benditos ellos, dando testimonio de que la música negra tiene los pies ligeros y el corazón en llamas.
Foto Paca Ibáñez y vídeo Juan J. Vicedo.