Andaba yo por mis años de parvulario cuando “It’s Not Unusual” alcanzó en nº 1. Tres años después estaba en Primaria y todos coreábamos “Delilah”. Entre esos dos bombazos y el de, nunca mejor dicho, “Sexbomb”, que se convirtió en una de las referencias del fin de siglo, Tom Jones alimentó una imagen de machote simpático que gustaba a nuestras madres y cantante todo-terreno, apto para todos los géneros musicales, y construyó una de las carreras más sólidas de la canción popular de los últimos sesenta años, que no es poco.
El nuevo siglo le vio elegir con mimo en cancioneros de lujo, desde Cohen a Dylan, desde Paul Simon a Tom Waits, para seguir creando discos que son obras maestras de madurez. Estar ante él la primera noche de agosto supone a la vez rendirle pleitesía y recoger su testimonio, el de una época que arranca en la Segunda Gran Guerra y llega hasta hoy, un período histórico contradictorio y musicalmente fértil. Las dos canciones con las que abre son las piezas de una confesión, la de quien se reconoce más viejo y más sabio, pero todavía no se siente amenazado por la oscuridad del último adiós.
Estremece escucharle cantando “I’m Growing Old”, sentado en el taburete, una interpretación casi desnuda, y “Not Dark Yet”, una revisión desde su propia alma de una de las canciones más hondas de Bob Dylan. Dos regalos para los que estábamos dispuestos a dejarnos herir por él. Con ellas da paso a “It’s Not Unusual”, el retorno a sus inicios, al otro gran motivo para llenar el coso taurino de Alicante: corear estribillos inmortales, bailar en el estrecho espacio de los tendidos. Durante dos horas Tom Jones alternará la fiesta con el recogimiento, el regocijo con la reflexión, la épica y la lírica, el pasmo individual y el éxtasis colectivo.
Es preciso tener una estatura colosal para conseguirlo, una altura de 83 años y miles de noches. Algo muy adentro de nosotros se quiebra con “Across the Borderline”, que Willie Nelson le animó a cantar, y con el descomunal “Lazarus Man”, que crece y se ensancha y te sobrecoge, y también con “I Won’t Crumble With You If You Fall”, en la que late el recuerdo de su mujer, Linda. En una noche de abanicos, hay momentos en que desaparecen, se caen de las manos, y la emoción pide quietud, pero después vuelve su vuelo para cortar el calor húmedo y espeso del verano. Ha asomado un riff de guitarra y ahí está “You Can Leave Your Hat on”, y podrías tirarle la gorra, como hacen los parados de Full Monty. En las gradas hay banderas galesas y estandartes con ropa interior femenina. Hay fiesta. “Delilah”, que viene salsera y sabrosona, coral, patrimonio común de una generación entera; “If I Only Knew”, emblema de su inspirada adaptación a los sonidos de los años 90; “Kiss”, inmersión ya lejana en el legado de Prince, “el último genio”.
Se va, dieciocho canciones después de haber empezado, pero las luces no se encienden. Está otra vez ahí, en la sombra, esperando el foco de luz. La noche no acabará hasta que después de haber navegado por el country y el gospel, el pop, el soul y el funky, rinda homenaje a Chuck Berry y a Jerry Lee Lewis. Tom Jones, en sus canciones, cuidadosamente elegidas, nos ha hablado de sí mismo y del tiempo en que a él, como a nosotros, le ha tocado vivir. Es su testimonio, y es también su legado.