Bob Dylan desmenuza en su último libro la canción War, de Edwin Starr. Es una de las 66 composiciones elegidas por el músico para disertar sobre grandes cuestiones humanas, en este caso la guerra. Explica el Premio Nobel que «una de las señales de la civilización es la capacidad de distanciarse de la persona a la que se mata: la espada cedió a la pistola y esta ante la bomba, que cedió ante un sinnúmero de máquinas asesinas de larga distancia. Cuanto más poderoso eras más alejado podías estar de la acción». Ya lo había escrito mucho antes otro escritor que no consiguió el galardón, un tal Miguel de Cervantes, quien expuso la realidad de que un cabrón cobarde al que no veo puede matar a un caballero.
Ciertamente las guerras han cambiado de forma radical, especialmente desde 1820 (dejando aparte la aparición de las armas nucleares). A partir del siglo XIX surgen guerras de toda una población contra otra. En Prusia, en 1914, aparece el reclutamiento obligatorio (Croacia lo acaba de reestablecer la semana pasada). El proceso conlleva la implicación progresiva de toda la nación, es decir, de toda la población civil en las carnicerías bélicas. Francia consiguió en la I Guerra Mundial el récord mundial, cuando alcanzó un 14 por cierto de habitantes muertos o heridos. Pero lo importante no es el cambio cuantitativo, sino la mutación en el concepto de la guerra.
Explicaba el añorado Miguel Ángel Bastenier que «entre 1870 y 1914 el alcance de tiro se multiplicó por dieciséis, y la capacidad de disparo, por veinte». Ahora vemos la utilización masiva de drones en la Guerra de Ucrania o el empleo de técnicas de Inteligencia Artificial en el genocidio que se esta perpetrando en Gaza, donde un nuevo sistema llamado Lavender guía a bombas «tontas» diseñadas irónicamente para tener escasa precisión. En ambos casos, lo que se pretende es continuar ese proceso de distanciamiento entre los que matan y los que mueren.
Dylan escribe que «el mayor problema, no obstante, es que en la guerra moderna se libran batallas imposibles de ganar en múltiples frentes y sin un objeto claro: un batiburrillo de ideología, economía, miedo interesado y fanfarronería.
Partes enteras del globo pueden permanecer calmas durante largos periodos de tiempo y de pronto explotar de modo imprevisto con estallidos incendiarios como una especie de herpes geopolítico».
Hoy se celebra el aniversario de la denominada guerra más corta de la historia. Reino Unido (cómo no) y Zanzíbar se enfrentaron el 27 de agosto de 1896 durante 38 minutos, aunque algunos historiadores elevan al cifra a tres cuartos de hora. Este aniversario, sin embargo, es totalmente falso. La guerra entre los humanos no ha parado ni un solo instante en la historia porque, como explica el mismo Dylan en Masters of the War, «Pusiste un arma en mi mano /Y te escondes de mis ojos / Y te das la vuelta y corres lejos». Solo cabe repetir una vez más: «Malditas sean las guerras y malditos los que las hacen».