Nick Cave & The Bad Seeds demostraron en Barcelona la fuerza desmedida de la música con un concierto catártico e intenso.
En líneas generales un concierto es un acontecimiento cultural en el que artistas y músicos ofrecen al público la posibilidad de ver en vivo su trabajo. Pero hay determinadas ocasiones en las que esa lineas se cruzan y trasciende más allá. Suele pasar cuando el componente emocional ha crecido hasta un límite poco habitual. Nick Cave nunca fue un músico al uso. Sus composiciones siempre han jugado con la intensidad que despierta el lado más oscuro del alma y la creación. Sin embargo, nunca se ha dejado vencer por el dolor y ha bebido de él para seguir dando pasos hacia delante. Han pasado casi diez años desde que la vida le asestó uno de esos golpes que dejarían en la lona al boxeador más duro. En este tiempo se ha refugiado en la música donde hemos visto cómo ha lidiado con el duelo.
Lo vivido en el Palau Sant Jordi casi podría asemejarse al oficio que un gran predicador pudiera ofrecer. La presentación de “Wild God” llegaba a Barcelona alejado del ambiente de festivales. Diez años sin disfrutar de su presencia en un recinto cerrado, aunque fuera de las dimensiones del palacio diseñado por Isozaki. Desconozco si la intención de la promotora era llenar todo el aforo. Si era esa, se quedaron a medio camino ya que un telón a tres cuartos de pista reducía de manera considerable el mismo. Algo que poco importó a quién esperaba esta cita desde hace meses. Murder Capital fueron los encargados de amenizar la espera. Un concierto del que, debido a desajustes con la organización, solo pudimos ver el último tema.
El imponente escenario estaba preparado para que The Bad Seeds fueran tomando posiciones. La banda, además del inseparable Warren Ellis, traía además un coro que residía en lo más alto del montaje cuyo estilo gospel reforzaba el sentido solemne que iba a marcar la velada. El amplio repaso a “Wild God” comenzó con “Frogs”, y tuvo su primer gran baño de masas durante el tema que da título al disco, con un Nick Cave dejándose tocar por las primeras filas mientras jaleaba a la desazón. La pequeña pasarela que separaba el escenario de público se convirtió en el lugar donde Cave se acercaba a los fieles. Tras “Song Of The Lake” llegó “O Children”, un tema ancestral de su época media, como él mismo definió con ese sarcasmo característico. La belleza de los arreglos de Ellis al violín y el coro llevó el tema hasta casi silenciar el Palau.
El primero de los clásicos llegó de la mano de “Jubilee St”. Hay algo interesante en el tipo de frontman que es Cave. Seguro que todo está milimetrado, pero su carácter anárquico y errático le da al espectáculo ese punto en que no sabes qué va a hacer. Igual se va al piano para tocar parte de la melodía, abandonarlo y volver a las primeras filas. O deja caer el micro en cualquier punto del escenario. Parece la manera que tiene de exorcizar sus demonios y que lo que sucede en el escenario parezca aún más vivo. Maneja a la perfección los timings y la comunicación con el público. Hay que reconocer que es un auténtico prestidigitador, un encantador de serpientes capaz de hacer bailar a su son la más peligrosa de las cobras. Solo hace falta echar un vistazo a “From Her To Eternity” para ser testigo de ello.
Warren Ellis fue el centro de la presentación por parte de Cave, y merece eso y mucho más. Visualmente parece que venga a anunciar el apocalipsis, pero por sus dedos corre la belleza de la creación. Para muestra su aportación en el pequeño bloque compuesto por la bella “Long Dark Night” y “Cinnamon Horses” que nos devolvió a la senda de ese dios salvaje. Pero Cave es capaz de pasar de la sutileza al frenesí y la intensidad desmedida en un abrir y cerrar de ojos. Y es que “Tupelo” es una buena prueba de ello. Por momentos sujeto por los brazos de las primeras filas, su performance fue todo un ejercicio de maestría interpretativa.
Las dinámicas, los claroscuros y la manera en la que Nick Cave juega con las melodías hacen que cada tema se vuelva épico por sí mismo. De la calma inicial de “Conversion” a su final por todo lo alto, los coros de Ellis en “Bright Horses”… Cada tema tiene la capacidad de destacar por algún elemento que lo hace especial. Quizás este fuera el tramo más emocionalmente intenso junto con “Joy”, “I Need You”, en la que la interpretación solo al piano de Cave sobrecogió al más entero, y “Carnage”. En “Final Rescue Attempt” Ellis volvió a dejar su calidad al violín en su solo.
Pero si hubo una canción con la que llegó a vibrar todo el Sant Jordi, fue con “Red Right Hand” en la que todo el mundo se unió para corear la melodía, incluso para conseguir un reprise final del tema. Y sin descanso, (Eso sí, el tema solo comienza cuando Nick Cave lo ordena) “The Mercy Seat” en la que un desatado Cave se liberó de la corbata y llevó al público a un éxtasis primario. Los sonidos casi industriales y la narrativa de “White Elephant” llevaron el concierto hasta el descanso de los bises.
Un retorno que tuvo dos protagonistas. Por un lado Warren Ellis, para el que Cave pidió un simpático ruido para celebrar que su lesión del pie no había impedido que estuviera presente. Por otro, Anita Lane, fundadora de The Bad Seeds y pareja durante años de Nick Cave, a la que le ha dedicado “O Wow O Wow” (How wonderful she is)”. El torbellino sónico volvió bajo el auspicio de “Papa Won’t Leave You, Henry” en el que Nick Cave cruzó la narrativa de Tom Waits con la voz de David Bowie para ofrecer uno de los momentos más intensos del concierto.
No se quedó atrás “The Weeping Song”, en la que volvió a demostrar su capacidad para que las masas bailen a su son. Capaz de ceder el micro a un brazo del público simplemente para que se lo sostenga mientras dibuja patrones rítmicos con las palmas. Tampoco es que llegue a sorprender que pase algo así cuando se produce tamaño momento de catarsis colectiva de las primeras filas. Aún hubo tiempo para una última canción. Y es que “Into My Arms” es perfectamente uno de sus himnos imprescindibles. Sin The Bad Seeds, sentado al piano y dejando que el público cantara los estribillos, supuso un broche de oro para un gran concierto de Nick Cave.
Para muchos una experiencia que trasciende de lo musical en la que el músico australiano es capaz de compartir y exorcizar el dolor a través de las canciones. Consigue además con la repetición de ciertas frases darle un sentido único al concierto. Sus “yeah, yeah, yeah,”, “You’re beautiful”, “Stop”… sacadas de las canciones madre hacen que de manera subliminal todo vaya conectándose. Queda por saber cuál será la próxima etapa con la que nos sorprende Nick Cave, eso sí… que nadie espere luz y color.
Fotos: Christian Bertrand (Extraidas del perfil del Last Tour)