Nacho Para, sentado en una nube tocando la guitarra

Anoche me dormí con la sensación de que Nacho Para no había muerto. Esta mañana he despertado tarareando “My morning”. Me resulta extraño aceptar que se ha ido, del modo en que lo ha hecho, a una edad en que era demasiado pronto. Quizá porque él no era solo un amigo, era también un músico que nos había ido legando canciones perfectas, redondas, que no se han ido con él, que seguirán sonando en nuestras vidas. El dolor de perder a un amigo, a una persona a la que aprecias y te sientes próximo, es insalvable y solo el tiempo lo va curando. Desde que ayer por la mañana Paco Oncina me dio la noticia la reacción fue otra: el dolor cedió al estupor, a la negación del hecho innegable. Nacho no podía haberse ido así, sin avisar.  Todavía ahora, no sé por cuánto más, sigo sin creerlo.

Nos encontramos por primera vez en Frías, en julio de 2016, de la mano de Joserra Rodrigo, en aquel pequeño milagro de dos noches, al que llamamos “el vals de Frías”, en el que germinaron proyectos y se consolidaron otros. Bantastic Fand salieron a escena a medianoche del sábado. No era el mejor momento, porque The Fakeband habían culminado un inenarrable homenaje a The Band justo antes, y además hacía un frío burgalés al que al menos los meridionales no estamos acostumbrados más que en enero.

Bantastic Fand venían desde Cartagena, con un disco bajo el brazo, el segundo, que hundía sus raíces en el desierto, “Welcome To The Desert Town”. Nacho me confesó años después que tenía tanto frío en los dedos que pensaba que no iba a poder tocar la guitarra. Esa fue también la noche en que presentaron a su nuevo y exquisito guitarrista, Fernando Rubio. Nacho Para estaba robusteciendo una idea irrenunciable para él, su apuesta por un tipo de música que de antemano sabía condenada a un número muy limitado de seguidores. Él se crecía en las causas perdidas. Como una vez dijo Dylan, es mejor eso que no tener ninguna.

Nacho se sentía a gusto en los horizontes amplios, donde se podía sentir la vida sin artificio. En sus muchos años de periodista se acercó al pueblo saharaui hasta convertirlo en parte de su razón de ser como persona. Otra causa perdida, y lo sabía, pero nunca cejó en su apoyo y en su amistad. Conmueven las fotografías que tomó en sus viajes, su modo de extraer toda la belleza posible de los olvidados y del paisaje del que lo aprenden todo, el desierto. Nacho Para y sus desiertos, metáfora y realidad confundidas en una sola cosa, en una geografía que podía ser el Sáhara o Miranda, el campo cartagenero en el que vivía desde que, desencantado de lo que veía venir, abandonó el periodismo y se lo jugó todo a la carta de la música, un naipe que no era en ningún caso una mano ganadora.

Si la denominada “americana” era y es un género minoritario en nuestro país, ni siquiera los popes de esa minoría le otorgaron el favor del merecido reconocimiento hasta muy tarde: los dos primeros discos de Bantastic Fand fueron manifiestamente ignorados. Él, siempre discreto, disimuló su decepción.

Cuatro años antes del día en que se nos ha ido, otro ocho de diciembre, había fechado el prólogo de una colección de entrevistas realizadas a lo largo de treinta años de periodismo. Las había seleccionado de entre muchas más, y formaban un mosaico histórico y cultural más que interesante. Estaban magníficamente escritas, con intuición y talento, e ilustradas con fotografías excelentes. Su lectura revelaba el sentido del ritmo del autor, la música de las palabras. La autoedición era arriesgada, su coste era alto, especialmente por la calidad de las imágenes. Le ayudé a buscar editor, pero no pudo ser: prefirió no recortar textos, rechazó suprimir las fotografías. Tenía razón, pero ese fascinante libro no llegó a imprenta. Su honestidad consigo mismo no tenía precio, era innegociable. Era incapaz de publicar algo en lo que no creyera por entero, fuera un libro o una simple canción, aunque le supusiera privarse de ingresos. Su arte estaba por encima de todo. Nacho era un artista íntegro, en el doble sentido de la palabra: su mirada se plasmaba en fotografías, en textos periodísticos, en canciones y en el modo de cantarlas. Si escribía un libro o un artículo, tenías que leerlos, te interesara mucho o poco George Harrison o Rosalía, valía la pena.

Si publicaba sus fotografías, debías perderte en sus imágenes para ver el mundo desde sus ojos. Si componía o cantaba una canción, no podías dejar de escucharla, porque seguramente encontrarías en ella algo de ti. En todo lo que hacía Nacho Para era a la vez el niño que se tiznaba la cara para imitar a Louis Armstrong cantando las canciones de “Porgy & Bess”, el adolescente que preparaba con sus amigos unas gachas en el monte, el devoto dylanita acodado en el borde del escenario de Montreux al que el Maestro miró con ojos de tahúr durante un minuto larguísimo mientras destrenzaba un solo de guitarra.

En junio del año pasado Bantastic Fand dieron un concierto privado en Alicante. Una semana antes se había despedido su bajista y Nacho me llamó para decirme que tocarían en acústico. Era mi boda y abrían ellos la fiesta, pero no me importó. Ya los habíamos visto en Sevilla con el mismo formato. No te preocupes, me dijo, pondremos a la gente a bailar, y le imaginé sonriendo. Nacho era como Dylan, que algunos dicen que no sonríe, y lo que pasa es que no saben ver. A él Dylan le sonrió. Nacho cumplió con creces lo prometido. Allí estuvieron y pueden dar testimonio Miguel López y Ana Hortelano, con quienes coincidí por primera vez en Frías, Carlos Pérez Baez y Joserra Rodrigo, las cuatro personas que más veces han publicado en este mundo sobre Nacho Para y Bantastic Fand.

Le había pedido que tocaran “Baby, Let Me Follow You Down”. Nunca lo habían hecho antes, y él, siempre generoso, nos hizo ese regalo y dejó que fuera Fernando Rubio el que la cantara. Fernando había esquivado a la enfermedad y tenerle allí esa tarde era motivo de celebración también. Nacho había sufrido por él durante tres años difíciles como solo lo hace un amigo y estaba feliz.

Nos volvimos a ver pocos días después en el concierto de Dylan en la plaza de toros de Alicante, y todavía ese verano en el Fillmore Huertano de Paco Oncina, presentando Nacho su disco “No Parking Tickets in The Clouds”, una noche memorable que Jorge Navarro registró y que debería conocerse. Desde entonces hablamos algunas veces, pero no nos vimos más. Ahora veo la camiseta promocional en la que Nacho toca la guitarra en las nubes y le encuentro un nuevo sentido. Me pregunto si él había intuido algo.

Fotos y vídeos por Ana Hortelano y Juan J. Vicedo.

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