«A Complete Unknown» revisitada

La historia arranca al bajar de un automóvil, su llegada a Nueva York, y termina con Dylan pilotando una moto por las carreteras boscosas de Woodstock, una huida hacia el futuro. Entre medio dos horas de película en la que asistimos a las transformaciones sucesivas de alguien que se presenta en la Gran Manzana borrando su pasado y creando su propia leyenda, y se convierte en personaje y máscara de sí mismo: el joven cantante que busca abrirse paso en los clubes de folk; el estandarte del movimiento por los derechos humanos; el hípster que revoluciona el modo de entender las canciones mediada la década de los 60. La historia que se nos cuenta es cierta y cambió la historia de la música moderna tanto como la cambiaron los Beatles. No importa que la narrativa cinematográfica falsee algunos hechos y altere la cronología de otros.

No puede importarnos, porque toda la biografía de Dylan está salpicada de mentiras que él mismo se encargó de difundir desde bien joven, una constante y divertida modificación de la realidad, trampas abiertas a los pies de quienes le entrevistaban, juegos perversos con los que despistaba a quienes querían saber de él algo que no estaba dispuesto a revelar. Hace unos pocos años se permitió el lujo de confabularse con Martin Scorsese para presentarnos historias falsas y personajes ficticios en su reconstrucción de la gira de 1975, “Rolling Thunder Revue: una historia de Bob Dylan”.

Por eso, que “A Complete Unknown” sitúe en el festival de Newport de 1965 lo que sucedió en el Free Trade Hall de Manchester en 1966 es absolutamente irrelevante: fue un muchacho inglés quien le llamó Judas a voces desde el público, pero seguro que un buen número de los folkies decepcionados un año antes pensó lo mismo, aunque no lo dijeran. Podemos imaginar que alguien realmente lo dijo. Podemos aceptarlo. No importa, lo que vale es que Dylan dejó atrás un personaje que estaba cansado de representar y modeló otro.

A quien estamos viendo es sin lugar a dudas Bob Dylan y lo que hizo con su vida en aquellos intensos y veloces años. Es él, hasta el punto de que tardamos muy poco en olvidarnos de que estamos viendo a un actor, Timothée Chalamet, que asume su identidad, que habla como él y canta como él, que tiene sus mismos gestos y se mueve como él lo hacía, que es tímido y osado a la vez. No es que sea creíble, es que no existe Chalamet, solo Dylan. Esto, que es digno de admiración, por sí no es suficiente. Hace falta más. Es necesario que sintamos las calles del Village neoyorquino, y la puesta en escena hace que las sintamos, que estemos allí, aunque nunca hayamos estado sentimos que sí, y que estuvimos precisamente en aquellos años de efervescencia ay canciones, un imposible que la magia del cine hace posible. Hace falta también que Dylan no sea un fantasma moviéndose entre marionetas, y no lo es, porque también cuesta darse cuenta de que quien aparece en pantalla no es Pete Seeger, que no ha vuelto del pasado, tan descomunal es la interpretación de Edward Norton, en una austeridad gestual llena de matices. Emociona escuchar de su voz “This Land Is Your Land”, un pico altísimo de la película nada más empezar. Joe Tippet es un verosímil Dave Van Ronk, al que el guion por desgracia reduce a mero figurante, cuando su importancia en esta historia fue al menos igual, si no superior, a la de Seeger. Scoot MacNairy estremece al dar vida a un Woody Guthrie gravemente enfermo, al que paradójicamente se le escapa la vida en cada escena. Solo Suze Rotolo y Joan Baez, las dos mujeres que pelean por el mismo hombre, no llegan a traspasar el celuloide, por la sencilla razón de que el guion hace trampas con ellas, las dibuja como lo que no fueron. Pero esto tampoco importa porque una de las dos es una mujer fuerte que abandona a Bob y la otra una mujer sumisa y despechada, aunque sus nombres estén intercambiados. Ni siquiera Suze se llama así, sino Sylvie. Fue Suze la que hizo madurar al hombre, la que le mostró los caminos de la cultura y del compromiso. Baez le mostró el camino de la fama, que no es poco. Esto es una película de Hollywood y la fama es el ingrediente básico. Nada de esto invalida la historia, también Dylan embelleció su personaje y ocultó su persona para poder ser quien quería ser. Seguimos sin saber mucho de él, no tanto como para pensar que sea un completo desconocido, pero sí lo suficiente para tener que aventurar su verdadero yo a través de sus canciones, de sus entrevistas, de sus medias verdades, de sus dudosos desmentidos. Je est un autre, dijo de sí, después de leer a Rimbaud.

James Mangold le captura a través de pequeños detalles, en frases que posiblemente no dijo y en momentos que no existieron. ¿Qué significa?, le pregunta Joan Baez después de escuchar Blowin’ in the Wind. No lo sé, responde Dylan, en esa escena que nunca existió. Me preguntan de dónde vienen mis canciones, y lo que quieren decir es por qué no son capaces de escribirlas ellos, se lamenta ante Suze Rotolo un Dylan al que la presión exterior zarandea y aturde. Son dos arrebatos de sinceridad que, sucedieran o no, definen a la perfección al artista que se ve a sí mismo instrumento de su arte, que se debe a él y vive para él. Es la soledad del creador. Mangold se mueve con soltura en el tejido de las escenas, en el hilo sutil que les da sentido. Es magistral el modo en que resuelve la controversia sobre si Pete Seeger pretendió cortar los cables en Newport para impedir que la orgía de sonido continuara: una mirada a un hacha, una advertencia de su mujer, nada más. Basta con ello: Seeger no lo hizo, nadie cortó el sonido y Dylan desafió a los puristas antes de seguir camino. Hay mucho cine en estas dos horas, y mucha música.

A los cinéfilos tal vez les parezca demasiada para una película que no es un musical. “Song To Woody” testimonia la gratitud del discípulo; “It Ain’t Me, Babe” escenifica la ambigua relación con Joan Baez; “Highway 61 Revisited” recrea la decidida ruptura con el pasado; “Maggie’s Farm” es la insolente expresión de un desafío. Estas son imprescindibles, y quizá alguna más, pero todas las que se escuchan sirven al propósito de la narración, no molestan, no la ralentizan sino que la hacen avanzar.

Hay mucha verdad en lo narrado y mucha ficción, pero una sensación traspasa la pantalla, y es la de autenticidad. Escribió Sam Shepard en 1975 que Bob Dylan se había inventado a sí mismo, y aunque no era el primero que hacía algo así, solo él había inventado a Dylan. Diez años antes se puso las gafas negras y fue otro una vez más. Quedaban otros giros teatrales por llegar, nuevas máscaras. Pero ya entonces era inmortal. Esta película, cuando acabe su ciclo de exhibición en los cines, permanecerá con nosotros, los que creemos en su inmortalidad.

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