Las fotografías de Robert Johnson son una historia en sí mismas. Para celebrar lo que parece una tercera instantánea del pionero del blues, aquí os ofrezco un artículo que publicó la Moratalaz Blues Factory en su libro El Blues en Madrid, una Mirada Fotográfica. Ese maridaje fotografía-blues salpica al mismísimo Bob Dylan. Aquí abajo se cuenta.
El Blues y la fotografía nacieron en una estrecha franja de tiempo. Esa coincidencia histórica trazó algunos paralelismos y aspiraciones comunes: pretendían acercar a las personas e impedir que el tiempo borrara las huellas que conforman una identidad. Así surgió hace casi dos siglos, en 1826, la primera fotografía gracias a Nicéphore Niepce. Sólo pasaron diez años más hasta que Louis Jacques Daguerre (1787-1851) inventó el aparato que permitiría fijar en planchas metálicas las imágenes fotográficas y alumbró un nuevo arte que aún sacude las conciencias.
«Se tardaría algún tiempo en captar las primeras imágenes que mostraran en su dimensión visual a los protagonistas de ese blues que afloraba en el Delta del Misisipi.»
Más complicado es identificar los orígenes del Blues, envuelto en brumas de misterio desde su génesis. Se sabe que la raíz última es africana, pero no se ha podido explicar con certeza por qué a comienzos del siglo XX aparecieron de forma simultánea, en varias zonas sureñas de Estados Unidos, músicos como Charley Patton, Son House, Skip James o Robert Johnson, artistas negros que revelaron al mundo unos sonidos de turbadora intensidad. Escribe Greil Marcus en Mystery Train: “El Blues del Misisipi se creó hacia 1900 en la plantación de Dockery Farms y aledaños, aunque no es evidente que tamaña afirmación signifique algo. La fecha es errónea. Blancos y negros comenzaron a advertir una lejana e insólita forma de discurso que emergía entre los afroamericanos del Sur por lo menos a principios de la década de 1890: un discurso de gemidos, canciones sin letra, lamentos contenidos, notas que surgían de la guitarra con un temblor y flotaban en el aire como el humo, una vasta familia de frases que expresaban deseos y pareados filosóficos que migraban de persona a persona, de estado a estado, de carretera a carretera, polvo a polvo”.
Sí están localizadas las primeras grabaciones de Blues, fechadas en los años veinte del siglo ídem. Esos registros sonoros dieron carta de naturaleza a un género que brotaba junto a los trenes, en las plantaciones, en las cárceles o en las red houses, algo que puede traducirse como tugurios o espacios de transgresión, también llamados honky tonks, típicos en el sur de Estados Unidos y primos hermanos de los puticlubs.
Pero eran huellas meramente sonoras, no fotográficas. Se tardaría algún tiempo en captar las primeras imágenes que mostraran en su dimensión visual a los protagonistas de ese blues que afloraba en el Delta del Misisipi. El negocio fotográfico comenzó como un fenómeno urbano, pero a una velocidad extraordinaria amplió su radio de acción y se adentró en entornos rurales y poblaciones de tres al cuarto: allí estaba el Blues.
Las fotografías de Blues han ido por detrás de las del Jazz, muy probablemente porque el desarrollo jazzístico tuvo más implantación urbana en sus inicios. Se puede comprobar en la histórica foto que firmó Art Kane hace 60 años, donde congregó, para la revista Esquire, a 57 grandes músicos de Jazz (algunos tan grandes como Count Basie, Charles Mingus, Lester Young o Dizzy Gillespie). La foto se publicó en 1958 y acabó bautizada como “Un Gran Día en Harlem”.
Pero el motor que provocaría años después el encuentro del Blues y la fotografía se llama Robert Johnson (1911-1938), el mito entre los mitos de esta música. Hay pocas aventuras tan fascinantes como la larga búsqueda de imágenes de este bluesman. Las peripecias que se vivieron en ese empeño recuerdan a las escaramuzas en pos del Santo Grial durante tiempos medievales.
La fase crucial de esta fiebre fotográfica arrancó cuando Columbia Records editó en 1961 sus canciones, que hasta entonces circularon en formato de 78 rpm. Ese disco se tituló Robert Johnson: King of the Delta Blues Singers. Incluía dieciséis cortes. La portada del vinilo consistía en una ilustración de Burt Goldblatt. La imagen añadía misterio al misterio: un dibujo con la perspectiva en picado vertical de un músico negro sentado sobre una silla mientras toca la guitarra y una sombra de infinita profundidad se proyecta sobre el suelo.
«Hay pocas aventuras tan fascinantes como la larga búsqueda de imágenes de este bluesman.»
Ese puñado de canciones amplió el círculo de connaisseurs y se coló hasta el tuétano de varios músicos que entonces construían un nuevo lenguaje musical. Bob Dylan, por ejemplo, nunca había oído las composiciones de Johnson. Cuando el bardo de Minesota vio esa portada flipó en colores: “Me mostró la ilustración del álbum, una pintura curiosa en la que el pintor contemplaba desde el techo a un cantante y guitarrista de mirada salvaje e intensa, que no parece muy alto pero tiene hombros de acróbata. Qué carátula tan electrizante. La admiré detenidamente. Fuera quien fuese el cantante de la imagen, ya me tenía hipnotizado”. Y tanto: ese mismo elepé aparece en la portada del disco Bringing it all Back Home (1965), de enorme importancia en la carrera del futuro Premio Nobel.
Ese embrujo no se limitó a conmocionar a Dylan. Se vendieron unas 10.000 copias del disco, una cifra bestial en comparación con los escasos ejemplares que habían pasado de mano en mano desde que Johnson grabara casi treinta años antes esas piezas. Pero la cantidad no era lo importante. El influjo sobre los artistas más inquietos de los años sesenta fue extraordinario y constituye un caso de estudio sobre la expansión de un género confinado hasta entonces a reducidas cofradías de devotos.
La compañía discográfica Columbia comprendió que ese interés por las cavernas del blues podía ofrecer réditos y editó el segundo volumen: King of the Delta Blues Singers Vol. 2. Veían la luz en esta entrega grandes composiciones, como Kind Hearted Woman Blues o Sweet Home Chicago. Pero otro acierto mayúsculo de este elepé de 1970 era nuevamente la portada: una ilustración de Tom Wilson recreaba el ambiente de las grabaciones originales de Johnson. La imagen, bajo un pronunciado formato horizontal, se divide en dos partes que corresponden a dos habitaciones contiguas. A la izquierda, dos técnicos recogen en un fonógrafo el sonido que procede del cuarto anexo, donde se percibe de espaldas, en un rincón e inclinado sobre un micrófono, a un afroamericano que canta y toca la guitarra, si bien no se puede contemplar su rostro. Era un nuevo escorzo de Robert Johnson dibujado que sólo servía para agrandar el arcano.
Columbia quiso recoger lo sembrado en los dos discos anteriores y pretendió lanzar en 1975 The Complete Robert Johnson: A Man and His Music, tres elepés que serían el repaso total de su obra; sin embargo, conflictos legales abortaron el proyecto de la discográfica.
La semilla estaba plantada y en 1986 llega el milagro: aparece la primera imagen auténtica de Robert Johnson. Durante décadas se desecharon cientos de fotos antiguas en las que posaban afroamericanos a los que se intentó atribuir la identidad de Robert Johnson. El sueño se hizo realidad cuando Seve LaVere y Mack McCormick, dos estudiosos pirados por el blues, localizaron a las hermanas de Robert Johnson en Baltimore y el primero de ellos consiguió la fotografía tantos años perseguida por bluesólogos de toda procedencia y condición.
La revista Rolling Stone ofreció la exclusiva mundial el 13 de febrero de 1986. Ese número coincidió con los albores del Rock & Roll of Fame, cuando Robert Johnson recibió el dudoso título de “Influencia Arcaica” a título póstumo. Ya entonces Cream, John Mayal, The Rolling Stones y otros mil grupos se habían arrodillado ante el talento de los pioneros del blues.
La publicación mostró al mundo esa primera foto, un vestigio procedente de los años treinta. La imagen posee su propia historia. Robert Johnson había acudido a un fotomatón de esos que funcionan tras introducir monedas; en concreto, el músico pagó 25 centavos por cuatro fotos. En el documental Can´t You Hear the Wind Blow (dedicado a Robert Johnson) se recrea ese momento mágico. Al cubículo se accedía a través de una cortina, de forma similar a los descendientes de esos fotomatones que aún hoy pueden verse en las comisarías de policía y pocos sitios más. Las imágenes muestran cómo el músico se adentra en una de estas cabinas. Lleva una camisa blanca con tirantes, fuma y toca la guitarra. Sus manos son imanes para la retina de quien contempla la foto del genio.
El enigma que intentaban desentrañar los admiradores de Johnson se ensanchó en vez de apagarse. La imagen que surgió de la noche de los tiempos recordaba a eso que dicen de los bikinis: ocultaba lo más importante. Podría inferirse que Robert Johnson inventó el selfie sin saberlo con décadas de anticipación sobre la era digital. La búsqueda enfebrecida de su imagen pudo derivar con los años en la moda de hacerse autofotos, un fenómeno que se atribuye a los teléfonos móviles alegremente y que quizá sea tan propio del blues como la necesidad de pervivir.
El libro Photobooth. The Art of the Automatic Portrait, de Raynal Pellicer, cuenta la historia de esos artilugios. El inventor de esas fábricas ambulantes de autorretratos se llamaba Anatol Josepho, emigrante ruso que vivía en Nueva York. Instaló en septiembre de 1926 su primer aparato en una esquina de la calle Brodway, a un precio asequible y buena velocidad: ocho fotos en ocho minutos por 25 centavos de dólar. Pronto vendió el invento y se extendió por Europa con notable éxito.
La vocación urbana de la fotografía cambia en ese momento. Hasta entonces los estudios fotográficos copaban en las ciudades esta pujante actividad, pero la automatización facilitó la expansión por todo el territorio. Rápidamente se implantó en todo tipo de lugares públicos: centros comerciales, estaciones de autobuses y trenes, pequeñas localidades y pueblos… El público y los artistas adoraban esta innovación que permitía a cualquiera disponer de su autorretrato, algo que rebasó los iniciales ambientes burgueses hasta convertirse casi en atracción de feria al caer el precio de las fotos.
La historia visual de Robert Johnson comenzó en un fotomatón, pero tres años más tarde apareció una segunda foto. Fue en la publicación 78 Quarterly, volumen I, ya en 1989. El descubridor también fue LaVere, pero en esta ocasión Robert Johnson no fue a un fotomatón, sino que acudió a un estudio en Memphis para obtener su foto. En la instantánea va como un pincel, trajeado y chulo como él solo, con los dedos otra vez captando todo el interés de la pupila. Además de su retrato, tomado en 1937, también se publicaron fotos de su madre, del padrastro y de otras personas muy próximas a Johnson.
Como no hay dos sin tres, se ha localizado después una tercera instantánea que data de 1935. Según narró en su exclusiva la revista Vanity Fair, se trata de una pose en estudio. Sostiene una guitarra y le acompaña Johnny Shines, otro músico del Delta. El servicio postal de Estados Unidos dedicó años después (1994) un sello a Robert Johnson, pero el presunto homenaje se convirtió en chapuza porque amputaron el cigarrillo que pende de su boca en la primera de las tres imágenes localizadas, el histórico selfie del fotomatón.
La búsqueda de fotos no se limitó a Robert Johnson, el campeón mundial de las leyendas del blues. Muchos investigadores persiguieron también hasta debajo de las piedras alguna imagen de Charley Patton (1891-1934), otro de los padres fundadores. En 2002, afloró un retrato completo del bluesman, también elegante, con pajarita y orgullo a raudales, sentado sobre una silla en un estudio. O el caso de Tommy Johnson (1896-1956), el verdadero inventor de la famosa historia que se atribuyó Robert Johnson sobre el cruce de caminos y la venta del alma al diablo a cambio del dominio de las seis cuerdas. Así lo cuenta Ted Gioia en su libro Blues. La Música del Delta del Mississippi: “En una ocasión, Tommy Johnson se encontraba esperando en un cruce de caminos. Faltaba poco para la medianoche. Un negro misterioso se acercó hasta él, le cogió la guitarra, la afinó y se la devolvió. A partir de entonces, fue capaz de tocar lo que quisiera, pero el precio que había pagado era terrible, pues a cambio de esa capacidad había vendido su alma al diablo”. Y añade Gioia: “Nos volveremos a encontrar una historia idéntica cuando investiguemos la vida de ese otro Johnson, Robert Johnson”. Sólo se ha conseguido hasta el momento un retrato de Tommy Johnson, rescatado de un catálogo de 1929 que editó una firma discográfica.
Un siglo después las fuentes del blues siguen siendo aguas ignotas, pero se ha descubierto que las fotografías permiten ampliar el conocimiento sobre lo retratado. La Moratalaz Blues Factory (MBF) también quiere saber más. Conocer más de Blues y más sobre Madrid. Saber más de su historia, de los pioneros, de los sonidos que han convertido Madrid en lo que hoy es. Por eso un grupo de entusiastas de la MBF ha trabajado durante años en el libro que ahora llega a tus manos. Estas páginas rescatan momentos que contribuyen a explicar el desarrollo musical del género en nuestro país.
Algo de la búsqueda de la primera foto de Robert Johnson late en este volumen, que comparte una similar exploración apasionada entre las raíces de un sentimiento llamado Blues. Para abordar en profundidad esa indagación, Ramon del Solo ha preparado un texto donde se desgranan las peripecias históricas de este latido en nuestra ciudad. Catherine Alonso Krulikk, Susana Vicente Galende, Ana Hortelano, Julio I. Sánchez, Nikko Chicote, Joaquin Garcia y Angel ZN también escriben aquí (con la luz de sus cámaras) crónicas de conciertos y vivencias que demuestran la vitalidad de los sonidos del blues en Madrid durante décadas y su encuentro definitivo con el arte fotográfico.
Texto de Miguel López