Dejé de seguir obsesivamente a los Beatles tras leer Revolution in the Head (Chicago Review Press), la obra maestra de Ian MacDonald, quien se suicidó poco después de publicarlo, con solo 54 años. Me pareció un aviso a navegantes. Me retiré gradualmente de esa compulsiva, febril y enfermiza manera de ingerir todo lo que tuviera que ver con los cuatro de Liverpool, fueran libros, documentales o recortes de periódico (tengo para llenar un par de chamarilerías). Y, más importante, reduje las dosis de escuchas en un intento de dejar atrás el contagio de la variante lennoniana de la enfermedad beatlemaniaca que ha cambiado tantas vidas.
Todo había empezado con Any Time At All, cuando llevaba pantalones cortos y costras en las rodillas. El incendio cobró pavorosas proporciones cuando me leí el libro de Hunter Davies y pude ver las películas en los desaparecidos Cines Griffith y Groucho. Descubrí muchas músicas gracias a ese puñado de discos inmortales. Desde los océanos musicales de Arthur Alexander (ensalzado por Joserra en su Pasión, hoy aburrido de Get Back) hasta Bacharach o Chuck Berry, el trampolín que me condujo a mis primeros blues, con flechazo brutal por Sonny Terry y Brownie McGee.
Me entregué cada vez más a paisajes de mayor amplitud, pero sin olvidar, como recordaba ayer por estas pantallas Juan Vicedo, que «tal vez soy como soy porque un día quise tener un disco de los Beatles». Yo no acepto esa duda. Ni quizá ni probablemente ni cristo que lo fundó. Mi identidad esta modelada en grave medida por las canciones que manaron del río Mersey durante una década larga.
Ahora, como en enfermedad recidiva, la ingestión reiterada de Get Back me vuelve a trastornar seriamente. No diseccionaré las tres entregas ni repetiré lo ya publicado sobre la gestación y todas las peripecias atravesadas hasta la culminación de un documento muy revelador. Lo que sí quiero destacar de los tres capítulos es su dimensión histórica. Parece un milagro contemplar en plan Gran Hermano el proceso creativo que va dando forma a varias maravillas generadas por la humanidad durante el siglo XX. La imbricación de Let it Be, All Thing Must Pass y Abbey Road resulta deslumbrante, al igual que el humor de Lennon («¿Quién se queda con los niños?»), los «pitis» de George, los lingotazos de Ringo, la fusta de Macca, la capacidad de trabajo de esos veinteañeros al filo de la navaja o la sabiduría para aprovechar el azar (Billy Preston, la ocurrencia de la terraza, el martillo de Maxwell…).
Zambullirme en ese remolino de historia musical me ha recordado esos comienzos de amor por unos sonidos que hoy son mi identidad. Resumiendo, que me enrollo más que las persianas, Beatles forever!